lunes, 30 de marzo de 2009

La casa de Bernarda Alba (versión zombi de Roberto Bartual, Miguel Carreira y un servidor). Primer Acto


La Casa de Bernarda Alba en un
montaje de Miguel Carreira
sobre la edición de Cátedra

La casa de Bernarda Alba.
Drama de mujeres en una España llena de zombis

PRÓLOGO


No hay certeza sobre cuándo ni de qué modo aparecieron los zombis en la Península Ibérica. Algunos opinan que habían estado en ella desde siempre, que llegaron con los primeros pobladores aunque quizás estuvieron durante años camuflados bajo otros nombres. Cierto es que no hay referencias en las fuentes, pero los que defienden esta posibilidad argumentan que quizás los antiguos los habrían confundido con fantasmas o cualquier otro tipo de apariciones.
Otros creen que los zombis no surgieron hasta mucho tiempo después. Éstos explican su aparición en términos de mutación, de enfermedad, de maldición, de sortilegio… Lo cierto es que los únicos datos objetivos de los que se dispone comienzan a aparecer en el año 1796. De ahí datan las primeras descripciones de seres plenamente zombis, a saber: muertos vivientes que se diferencian de los espectros por la posesión de un cuerpo físico y pútrido, un andar característico, dieta necrófaga y tendencia a la agrupación entre ellos, aunque es una agrupación que difícilmente se puede calificar de social. Es más bien una asociación a medio camino entre el instinto y la fatalidad. Un impulso que los reúne en lugares precisos, movidos seguramente por la misma inercia que los conduce en masa a acciones en las que no se puede encontrar ningún sentido cabal. Se han dado casos en los que grupos de zombis, a veces centenares de ellos, emprenden una marcha que los lleva a cruzar ríos demasiado profundos y a sortear precipicios demasiado abruptos para su escasa movilidad. En esas marchas lo normal es que muchos zombis (estamos hablando de porcentajes por encima del ochenta por ciento) perezcan, descuartizados por las piedras de los desfiladeros o arrastrados para siempre por alguna corriente. No parece que haya ningún fin objetivo en estas siniestras procesiones que, desde luego, al alcanzar su término, no mejoran en absoluto las condiciones de los zombis en cuanto a alimentación o seguridad. Si los zombis tuviesen voluntad se diría que, algunas veces, actúan de forma desesperada.
Tampoco están claros los modos en los que un hombre puede llegar a transformarse en zombi. Se sabe que una vía de contagio es la transmisión directa, que no tiene que darse necesariamente por una mordedura, aunque ésta es la forma más frecuente. Se han constatado casos en los que un hombre se ha transformado simplemente por beber del agua de un pozo que hubiera estado en contacto con un zombi, aunque no ha habido forma de establecer un criterio fiable. Puede darse que cinco hombres beban de un mismo pozo y sólo uno de ellos (pero también dos, o tres, o ninguno, o los cinco) sufra la mutación.
Una segunda vía de contagio es aún más extraña. De hecho el término “contagio” no es técnicamente preciso. Es lo que se ha dado en llamar “mutación parental”. Consiste en que un hombre puede convertirse en zombi por el simple hecho de que su padre o su madre se haya convertido en uno y sin necesidad de que haya ningún contacto físico o algún otro tipo de relación, directa o indirecta, entre ambos. En alguna ocasión ha sucedido que un hombre que no ha visto a su padre en años, sufra la “mutación parental” al ser transformado su padre. Estos mutantes no son exactamente zombis y se los conoce como “mestizos”. La transformación en un perfecto zombi a causa de una “mutación parental” es rara, en realidad. La mayor parte de las veces lo que sucede es que la enfermedad, o lo que sea, se deposita en los hijos, por canales todavía desconocidos, convirtiéndolos en portadores, aunque no llegan a presentar ninguna sintomatología. En cambio, el hijo de un portador tiene bastantes posibilidades de que sus hijos sean zombis al nacer. En el caso de que dos portadores se unan, la posibilidad de que el hijo de la pareja pertenezca a la estirpe de los muertos es prácticamente absoluta. Además, la marca genética de los zombis puede heredarse durante generaciones.
Durante años, los zombis se caracterizaron por un comportamiento no violento. En su mayoría, y ésta es una mayoría muy amplia, se limitaban a alimentarse de cadáveres de animales. Raramente probaban la carne humana, y cuando lo hacían era siempre de cadáveres. Apenas salían por el día y, aunque no mostraban señales de reconocerse entre sí, ni tampoco a los familiares o amigos que tuvieron en vida, tenían cierta tendencia a vagar cerca de lo que alguna vez había sido su hogar. Aunque nunca se haya podido hablar de convivencia entre zombis y humanos, ambos grupos coexistieron durantes siglos. Se sabe que durante muchos años los zombis conservaron cierta capacidad para repetir algunas palabras.
Dado que la forma más efectiva de extenderse es el contagio por mordedura, en esos años los zombis eran escasos. Un habitante de la Península podía pasar toda su vida sin ver un solo muerto viviente. El primer ataque registrado, motivado o no, de un zombi a un hombre vivo se produjo el 28 de diciembre de1876. Ramón Villarreal conducía su rebaño al atardecer cuando fue atacado por un grupo de zombis entre los que, presumiblemente, estaría su propio abuelo. Villarreal pudo huir y llegar hasta su casa, pero ya su suerte era inevitable. Como el contagio por mordedura aún no era conocido, la familia acogió al herido en la casa. Los testigos dijeron después que Ramón estaba prácticamente destrozado y que era increíble que pudiese caminar. Tenía la cara destrozada y le faltaba buena parte del torso. Lo más seguro es que ya se hubiese transformado en zombi cuando entró en la casa. Al día siguiente, los vecinos de la familia Villarreal se encontraron con que Ramón había atacado a toda la familia. Todos fueron contagiados, salvo el hijo pequeño, al que devoraron por completo. Era el principio de la Guerra Zombi de 1877.
Los tres primeros meses de aquel año fueron de absoluto terror para los hombres. No se ha descubierto de qué manera pudieron los zombis coordinarse con tal precisión, pero lo más probable es que, en realidad, no se hubiesen coordinado en absoluto. Los zombis emprendieron una ofensiva implacable, para la que nadie estaba preparado. Los zombis incluso abandonaron sus costumbres nocturnas y dedicaban las veinticuatro horas del día a atacar población tras población, agrupados en ejércitos vastísimos y anárquicos. Los hombres, al principio, ni siquiera eran capaces de defenderse. Se limitaron a huir, mientras el número de zombis crecía y crecía. Cuando los hombres, al fin, organizaron una fuerza para resistir, comprobaron horrorizados que la mayor fuerza del enemigo radicaba en que cada batalla, ganada o perdida, menguaba las fuerzas de los mortales mientras los zombis eran más y más numerosos.
En marzo de 1877 los muertos eran ya tantos como los vivos y la Península Ibérica temblaba por la amenaza zombi. Las últimas colonias españolas luchaban por su independencia que, por otra parte, hacía tiempo que parecía inevitable. Se formó una coalición europea para evitar que los zombis traspasasen los Pirineos. La Península se daba por perdida. Sin embargo, los zombis nunca intentaron dirigirse a Francia. Salvo casos esporádicos, no hubo ningún movimiento importante hacia la frontera.
En Abril de 1877 la situación dio un giro inexplicable. Los zombis dejaron de agruparse, dejaron de salir por el día y prácticamente dejaron de atacar. En lugar de vagar en grandes manadas, como habían hecho durante la guerra, se dedicaron a caminar solitarios, víctimas propicias del contraataque humano, pues los zombie no eran indestructibles. Destrozando sus cuerpos hasta lo indecible, los hombres causaron cuantiosas bajas entre los muertos. Durante los años siguientes el número de zombis decreció constantemente y quizás habrían sido aniquilados por completo de no ser por la “mutación parental” que hacía surgir constantemente zombis imprevistos.
En 1890 los zombis, por tercera vez, cambiaron su forma de actuar. Se agruparon de nuevo y vagaban por la noche en los bosques. Las incursiones de castigo de los hombres se compensaban con las capturas esporádicas de los zombis y, sobre todo, con los frutos de las uniones entre mestizos.
Así fue como el número de zombis se estabilizó, mientras entre los hombres, crecía el miedo al mestizo. Se realizaron investigaciones para establecer quiénes tenían algún padre o abuelo que hubiese sido contagiado y portase por tanto el mal de la muerte. Se decretaron leyes para marginar a quienes tuviesen antepasados contagiados. Al principio se estipuló que los mestizos no podrían tener propiedades, ni contraer matrimonio. Desde luego, los mestizos no podrían procrear. Sin embargo la gran masacre del 77 había sido tan virulenta, y los mestizos eran tantos, que hubo que limitar la repercusión de las nuevas disposiciones para evitar revueltas.
Finalmente se prohibió la unión entre mestizos pero concedieron que éstos podrían disponer de alguna propiedad, aunque limitada. En ningún caso un mestizo podría ser dueño de tierras, para garantizar la estructura económica. Si un hombre se transformaba en zombi, sus descendientes no podrían heredar más que lo indispensable para garantizar su supervivencia. Desde luego, los mestizos no podían procrear.



Personajes
Bernarda, 60 años. María Josefa, madre de Bernarda, 80 años.
Angustias, (hija), 39 años. La Poncia, 60 años. Mujer 1
Magdalena, (hija), 30 años. Criada, 50 años. Mujer 2
Amelia, (hija), 27 años. Mendiga, con niña. Mujer 3
Martirio, (hija), 24 años. Mujeres de luto. Mujer 4
Adela, (hija), 20 años. Muchacha


El poeta advierte que estos tres actos tienen la intención de un documental fotográfico.




Principio
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Acto primero


Habitación blanquísima del interior de la casa de Bernarda. Muros gruesos. Puertas en arco con cortinas de yute rematadas con madroños y volantes. Sillas de anea. Cuadros con paisajes inverosímiles de ninfas o reyes de leyenda. Es verano. Un gran silencio umbroso se extiende por la escena. Al levantarse el telón está la escena sola. Se oyen doblar las campanas.


(Sale la Criada.)

Criada: Ya tengo el doble de esas campanas metido entre las sienes.

La Poncia: (Sale comiendo morcilla y pan.) Llevan ya más de dos horas de gori-gori. Han venido curas de todos los pueblos. La iglesia está hermosa. En el primer responso se desmayó la Magdalena.

Criada
: Es la que se queda más sola.

La Poncia: Era la única que quería al padre. ¡Ay! ¡Gracias a Dios que estamos solas un poquito! Yo he venido a comer.

Criada: ¡Si te viera Bernarda...!

La Poncia: ¡Quisiera que ahora, que no come ella, que todas nos muriéramos de hambre! ¡Mandona! ¡Dominanta! ¡Pero se fastidia! Le he abierto la orza de chorizos.

Criada: (Con tristeza, ansiosa.) ¿Por qué no me das para mi niña, Poncia?

La Poncia: Entra y llévate también un puñado de garbanzos. ¡Hoy no se dará cuenta!

Voz (dentro): ¡Bernarda!

La Poncia: La vieja. ¿Está bien cerrada?

Criada: Con dos vueltas de llave.

La Poncia: Pero debes poner también la tranca. Tiene unos dedos como cinco ganzúas.

Voz: ¡Bernarda!

La Poncia: (A voces.) ¡Ya viene! (A la Criada.) Limpia bien todo. Si Bernarda no ve relucientes las cosas me arrancará los pocos pelos que me quedan.

Criada: ¡Qué mujer!

La Poncia: Tirana de todos los que la rodean. Es capaz de sentarse encima de tu corazón y ver cómo te mueres durante un año sin que se le cierre esa sonrisa fría que lleva en su maldita cara. ¡Limpia, limpia ese vidriado!

Criada: Sangre en las manos tengo de fregarlo todo. Si pasara ahora un zombi por aquí, no me dejaría carne en los huesos.

La Poncia: ¡No digas eso! Antes le entregaríamos a Bernarda. Ella, la más aseada; ella, la más decente; ella, la más alta. Buen descanso ganó su pobre marido, aunque antes tuviera que sufrir las dentelladas de esos monstruos…

(Cesan las campanas.)

Criada: ¿Han venido todos sus parientes?

La Poncia: Los de ella. La gente de él la odia. Vinieron a verlo muerto y se aseguraron de que no se volviera a levantar, y después le hicieron la cruz.

Criada: ¿Hay bastantes sillas?

La Poncia: Sobran. Que se sienten en el suelo. Desde que mataron al padre de Bernarda no han vuelto a entrar las gentes bajo estos techos. Ella no quiere que la vean en su dominio. ¡Maldita sea!

Criada: Contigo se portó bien.

La Poncia: Treinta años lavando sus sábanas; treinta años comiendo sus sobras; noches en vela cuando tose; días enteros mirando por la rendija para espiar a los vecinos y llevarle el cuento; vida sin secretos una con otra, y sin embargo, ¡maldita sea! ¡Mil muertos se coman sus ojos!

Criada: ¡Mujer!

La Poncia: Pero yo soy buena perra; ladro cuando me lo dice y muerdo los talones de los que piden limosna cuando ella me azuza; mis hijos trabajan en sus tierras y ya están los dos casados, pero un día me hartaré.

Criada: Y ese día...

La Poncia: Ese día me encerraré con ella en un cuarto y le estaré escupiendo un año entero. "Bernarda, por esto, por aquello, por lo otro", hasta ponerla como un lagarto machacado por los niños, que es lo que es ella y toda su parentela. Claro es que no le envidio la vida. La quedan cinco mujeres, cinco hijas feas, que quitando a Angustias, la mayor, que es la hija del primer marido y tiene dineros, las demás mucha puntilla bordada, muchas camisas de hilo, pero pan y uvas por toda herencia.

Criada: ¡Ya quisiera tener yo lo que ellas!

La Poncia: Nosotras tenemos nuestras manos y un hoyo en la tierra de la verdad, si es que no sucumbimos a los infectados y dejamos el hoyo para más tarde.

Criada: Ésa es la única tierra que nos dejan a las que no tenemos nada. Por lo menos, si aguantáramos un mordisquito tan sólo, acaso pudiéramos tener lo que no tuvimos en vida, y nuestros pecados se nos perdonarían, por mucho dolor que causáramos.

La Poncia: (En la alacena.) Este cristal tiene manchas de sangre.

Criada: Ni con el jabón ni con bayeta se le quitan.

(Suenan las campanas.)

La Poncia: El último responso. Me voy a oírlo. A mí me gusta mucho cómo canta el párroco. En el "Pater noster" subió, subió, subió la voz que parecía un cántaro llenándose de agua poco a poco. ¡Claro es que al final dio un gallo, pero da gloria oírlo! Ahora que nadie como el antiguo sacristán, Tronchapinos. En la misa de mi madre, que esté en gloria, cantó. Retumbaban las paredes, y cuando decía amén era como si un lobo hubiese entrado en la iglesia. (Imitándolo.) ¡Ameeeén! (Se echa a toser.)

Criada: Te vas a hacer el gaznate polvo.

La Poncia: ¡Aquí todo es polvo! (Sale riendo.)

(La Criada limpia. Suenan las campanas.)

Criada: (Llevando el canto.) Tin, tin, tan. Tin, tin, tan. ¡Dios lo haya perdonado!

Mendiga: (Con una niña.) ¡Alabado sea Dios!

Criada: Tin, tin, tan. ¡Que nos espere muchos años'. Tin, tin, tan.

Mendiga: (Fuerte con cierta irritación.) ¡Alabado sea Dios!

Criada: (Irritada.) ¡Por siempre!

Mendiga: Vengo por las sobras.

(Cesan las campanas.)

Criada: Por la puerta se va a la calle. Las sobras de hoy son para mí.

Mendiga: Mujer, tú tienes quien te gane. ¡Mi niña y yo estamos solas!

Criada: También están solos los zombis y viven y comen.

Mendiga: Ya veo por dónde vas. A ti te gustaría que cayéramos infectadas.

Criada: Fuera de aquí. ¿Quién os dijo que entrarais? Ya me habéis dejado los pies señalados. (Se van. Limpia.) Suelos barnizados con aceite, alacenas, pedestales, camas de acero, para que traguemos quina las que vivimos en las chozas de tierra con un plato y una cuchara. ¡Ojalá que un día no quedáramos ni uno para contarlo! ¡Ojalá fuéramos todos muertos vivientes! (Vuelven a sonar las campanas.) Sí, sí, ¡vengan clamores! ¡venga caja con filos dorados y toallas de seda para llevarla!; ¡que lo mismo estarás tú que estaré yo! Fastídiate, Antonio María Benavides, descabezado con tu traje de paño y tus botas enterizas. ¡Fastídiate! ¡Ya no volverás a levantarme las enaguas detrás de la puerta de tu corral! (Por el fondo, de dos en dos, empiezan a entrar mujeres de luto con pañuelos grandes, faldas y abanicos negros. Entran lentamente hasta llenar la escena.) (Rompiendo a gritar.) ¡Ay Antonio María Benavides, que ya no verás estas paredes, ni comerás el pan de esta casa! ¿Y he de vivir yo que fui la que más te quiso de las que te sirvieron? (Tirándose del cabello.) ¿Y he de vivir yo para verte otra vez caminar? ¿Y he de vivir?

(Terminan de entrar las doscientas mujeres y aparece Bernarda y sus cinco hijas.)

Bernarda: (A la Criada.) ¡Silencio!

Criada: (Llorando.) ¡Bernarda!

Bernarda: Menos gritos y más obras. Debías haber procurado que todo esto estuviera más limpio para recibir al duelo. Vete. No es éste tu lugar. (La Criada se va sollozando.) Los pobres son como esos asquerosos infectados. Parece como si estuvieran hechos de otras sustancias.

Mujer 1: Los pobres sienten también sus penas.

Bernarda: Pero las olvidan delante de un plato de garbanzos.

Muchacha 1: (Con timidez.) Comer es necesario para vivir.

Bernarda: Deberías saber que ahora los muertos también comen. Además, ¿quién te ha dado vela en este entierro? A tu edad no se habla delante de las personas mayores.

Mujer 1: Niña, cállate.

Bernarda: No he dejado que nadie me dé lecciones. Sentarse. (Se sientan. Pausa.) (Fuerte.) Magdalena, no llores. Si quieres llorar te metes debajo de la cama. ¿Me has oído?

Mujer 2: (A Bernarda.) ¿Habéis empezado los trabajos en la era?

Bernarda: En eso estamos, pero al atardecer el campo empezó a llenarse de… ¡Dios! ¿Cuándo acabará este calvario? (En un grito desgarrador.) ¡Y mi pobre Antonio! Lo rodearon como perros salvajes y le sacaron las tripas… Y luego vino a casa, zombito él, como si no hubiera pasado nada, con el pecho abierto y vaciado.

Mujer 3: No pienses más en eso. ¿Qué me vas a contar a mí, que perdí a mi marido y a mis hijos? Y el pequeño todavía se pasea por ahí, haciendo malas compañías. Me lo encontré rascando las ventanas de la casa. ¡Quería comerse a su propia madre!

Mujer 1: Con el amanecer se van todos. A la luz del sol sienten vergüenza de sí mismos, los pobrecitos sin alma.


Mujer 3: Pero ya he visto que cada vez aparecen antes. Llegará un momento en que ni el sol los espante. (Suspira y mira a Bernarda). Hace años no he conocido calor igual.

(Pausa. Se abanican todas.)

Bernarda: ¿Está hecha la limonada?

La Poncia: (Sale con una gran bandeja llena de jarritas blancas, que distribuye.) Sí, Bernarda.

Bernarda: Dale a los hombres.

La Poncia: Ya están tomando en el patio.

Bernarda: Que salgan por donde han entrado. No quiero que pasen por aquí.

Muchacha: (A Angustias.) Pepe el Romano estaba con los hombres del duelo.

Angustias: Allí estaba.

Bernarda: Estaba su madre. Ella ha visto a su madre. A Pepe no lo ha visto ni ella ni yo.

Muchacha: Me pareció...

Bernarda: Quien sí estaba era el viudo de Darajalí. Muy cerca de tu tía. A ése lo vimos todas.

Mujer 2: (Aparte y en baja voz.) ¡Mala, más que mala! ¡Ojalá se la coman en la era!

Mujer 3: (Aparte y en baja voz.) ¡Lengua de cuchillo! ¡Así la devoren y le coman el corazón que no tiene!

Bernarda: Las mujeres en la iglesia no deben mirar más hombre que al oficiante, y a ése porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar el calor de la pana.

Mujer 1: (En voz baja.) ¡Vieja lagarta recocida!

La Poncia: (Entre dientes.) ¡Sarmentosa por calentura de varón!

Bernarda: (Dando un golpe de bastón en el suelo.) ¡Alabado sea Dios!

Todas: (Santiguándose.) Sea por siempre bendito y alabado.

Bernarda:
¡Descansa en paz con la santa
compaña de cabecera!


Todas:
¡Descansa en paz!


Bernarda:
Con el ángel San Miguel
y su espada justiciera.


Todas:
¡Descansa en paz!


Bernarda:
Con la llave que todo lo abre
y la mano que todo lo cierra.


Todas:
¡Descansa en paz!


Bernarda:
Con los bienaventurados
y las lucecitas del campo.


Todas:
¡Descansa en paz!


Bernarda:
Con nuestra santa caridad
y las almas de tierra y mar.


Todas:
¡Descansa en paz!


Bernarda: Concede el reposo a tu siervo Antonio María Benavides y dale la corona de tu santa gloria.

Todas:
Amén.


Bernarda: (Se pone de pie y canta.)
"Réquiem aeternam dona eis, Domine".


Todas: (De pie y cantando al modo gregoriano.)
"Et lux perpetua luceat eis".
(Se santiguan.)

Mujer 1: Salud para rogar por su alma.

(Van desfilando.)

Mujer 3: No te faltará la hogaza de pan caliente.

Mujer 2: Ni el techo para tus hijas.

(Van desfilando todas por delante de Bernarda y saliendo. Sale Angustias por otra puerta, la que da al patio.)

Mujer 4: El mismo trigo de tu casamiento lo sigas disfrutando.

La Poncia: (Entrando con una bolsa.) De parte de los hombres esta bolsa de dineros para responsos.

Bernarda: Dales las gracias y échales una copa de aguardiente.

Muchacha: (A Magdalena.) Magdalena...

Bernarda: (A Magdalena, que inicia el llanto.) Chist. (Golpea con el bastón.) (Salen todas.) (A las que se han ido.) ¡Andar a vuestras cuevas a criticar todo lo que habéis visto! Ojalá tardéis muchos años en pasar el arco de mi puerta.

La Poncia: No tendrás queja ninguna. Ha venido todo el pueblo.

Bernarda: Sí, para llenar mi casa con el sudor de sus refajos y el veneno de sus lenguas.

Amelia: ¡Madre, no hable usted así!

Bernarda: Es así como se tiene que hablar en este maldito pueblo sin río, pueblo de pozos, donde siempre se bebe el agua con el miedo de que esté infectada. No es la primera vez que alguno ha bebido de ahí y se ha transformado en bestia.

La Poncia: ¡Cómo han puesto la solería!

Bernarda: Igual que si hubiera pasado por ella una manada de cabras. (La Poncia limpia el suelo.) Niña, dame un abanico.

Amelia: Tome usted. (Le da un abanico redondo con flores rojas y verdes.)

Bernarda: (Arrojando el abanico al suelo.) ¿Es éste el abanico que se da a una viuda? Dame uno negro y aprende a respetar el luto de tu padre.

Martirio: Tome usted el mío.

Bernarda: ¿Y tú?

Martirio: Yo no tengo calor.

Bernarda: Pues busca otro, que te hará falta. En los próximos años no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Se acabaron los muertos en esta familia. Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Mientras, podéis empezar a bordaros el ajuar, por si algún día este Juicio Final llega a su fin. En el arca tengo veinte piezas de hilo con el que podréis cortar sábanas y embozos. Magdalena puede bordarlas.

Magdalena: Lo mismo me da.

Adela: (Agria.) Si no queréis bordarlas irán sin bordados. Así las tuyas lucirán más.

Magdalena: Ni las mías ni las vuestras. Sé que yo no me voy a casar. Prefiero llevar sacos al molino y correr como alma que lleva el demonio cuando aparezcan los infectados. Todo menos estar sentada días y días dentro de esta sala oscura.

Bernarda: Eso tiene ser mujer

Magdalena: Malditas sean las mujeres.

Bernarda: Aquí se hace lo que yo mando. Ya no puedes ir con el cuento a tu padre. Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón. Escopetazo y sepultura para los muertos. Eso tiene la gente que nace con posibles.

(Sale Adela.)

Voz: ¡Bernarda!, ¡déjame salir!

Bernarda: (En voz alta.) ¡Dejadla ya! (Sale la Criada.)

Criada: Me ha costado mucho trabajo sujetarla. A pesar de sus ochenta años tu madre es fuerte como un roble.

Bernarda: Tiene a quien parecérsele. Mi abuelo fue igual.

Criada: Tuve durante el duelo que taparle varias veces la boca con un costal vacío porque quería llamarte para que le dieras agua de fregar siquiera, para beber, y carne de muerto, que es lo que ella dice que tú le das.

Martirio: ¡Tiene mala intención!

Bernarda: (A la Criada.) Déjala que se desahogue en el patio. La locura es lo único cabal que nos queda.

Criada: Ha sacado del cofre sus anillos y los pendientes de amatistas, se los ha puesto y me ha dicho que se quiere casar.

(Las hijas ríen.)

Bernarda: Ve con ella y ten cuidado que no se acerque al pozo; de ése bebió el nieto de la Poncia, ¿verdad? (Dirigiéndose a la Poncia).


La Poncia: (Entre dientes) No hables de mi niño, malnacida, remala.

Criada: No tiene fuerza para levantar el cubo.

Bernarda: Pero podría caer abajo. Sólo me faltaría ver a mi madre convertida en zombi aullando desde el fondo del hoyo. A ver cuándo alguien se digna a tapar ese pozo.

(Sale la Criada.)

Martirio: Nos vamos a cambiar la ropa.

Bernarda: Sí, pero no el pañuelo de la cabeza. (Entra Adela.) ¿Y Angustias?

Adela: (Con retintín.) La he visto asomada a la rendija del portón. Los hombres se acababan de ir.

Bernarda: ¿Y tú a qué fuiste también al portón?

Adela: Me llegué a ver si habían puesto las gallinas.

Bernarda: ¡Pero el duelo de los hombres habría salido ya!

Adela: (Con intención) Todavía estaba un grupo parado por fuera.

Bernarda: (Furiosa) ¡Angustias! ¡Angustias!

Angustias: (Entrando.) ¿Qué manda usted?

Bernarda: ¿Qué mirabas y a quién?

Angustias: A nadie.

Bernarda: ¿Es decente que una mujer de tu clase vaya con el anzuelo detrás de un hombre el día de la misa de su padre? ¡Contesta! ¿A quién mirabas?

(Pausa.)

Angustias: Yo...

Bernarda: ¡Tú!

Angustias: ¡A nadie!

Bernarda: (Avanzando con el bastón.) ¡Suave! ¡dulzarrona! (Le da.)

La Poncia: (Corriendo.) ¡Bernarda, cálmate! (La sujeta) (Angustias llora.)

Bernarda: ¡Fuera de aquí todas! (Salen.)

La Poncia: Ella lo ha hecho sin dar alcance a lo que hacía, que está francamente mal. ¡Ya me chocó a mí verla escabullirse hacia el patio! Luego estuvo detrás de una ventana oyendo la conversación que traían los hombres, que, como siempre, no se puede oír.

Bernarda: ¡A eso vienen a los duelos! (Con curiosidad.) ¿De qué hablaban?

La Poncia: Hablaban de Paca la Roseta. Anoche se comieron a su marido en el pesebre y a ella se la llevaron hasta lo alto del olivar. Gritaba como una condenada.

Bernarda: ¿Se la comieron también?

La Poncia: No del todo. Dicen que iba con los pechos fuera y Maximiliano la llevaba cogida como si tocara la guitarra. ¡Un horror!

Bernarda: El amor de los muertos. ¿Y qué pasó?

La Poncia: Lo que tenía que pasar. Es la típica historia de adulterio con final de ultratumba. Paca la Roseta traía el pelo suelto y una corona de flores en la cabeza.

Bernarda: Es la única zombi adúltera que tenemos en el pueblo.

La Poncia: Porque no es de aquí. Es de muy lejos. Y Maximiliano también es hijo de forasteros. Los zombis de aquí no son capaces de eso.

Bernarda: No, pero a los hombres vivos de aquí les gusta verlo y comentarlo, y se chupan los dedos de que esto ocurra.

La Poncia: Contaban muchas cosas más.

Bernarda: (Mirando a un lado y a otro con cierto temor.) ¿Cuáles?

La Poncia: Me da vergüenza referirlas.

Bernarda: Y mi hija las oyó.

La Poncia: ¡Claro!

Bernarda: Ésa sale a sus tías; blancas y untosas que ponían ojos de carnero al piropo de cualquier barberillo. ¡Cuánto hay que sufrir y luchar para hacer que las personas sean decentes y no tiren al monte demasiado!

La Poncia: ¡Es que tus hijas están ya en edad de merecer! Demasiada poca guerra te dan. Angustias ya debe tener mucho más de los treinta.

Bernarda: Treinta y nueve justos.

La Poncia: Figúrate. Y no ha tenido nunca novio...

Bernarda: (Furiosa.) ¡No, no ha tenido novio ninguna, ni les hace falta! Pueden pasarse muy bien.

La Poncia: No he querido ofenderte.

Bernarda: No hay en cien leguas a la redonda quien se pueda acercar a ellas. Los hombres de aquí no son de su clase. ¿Es que quieres que las entregue a cualquier gañán que no sepa guardarla y que de la noche a la mañana se infecte?

La Poncia: Debías haberte ido a otro pueblo.

Bernarda: Eso, ¡a venderlas!

La Poncia: No, Bernarda, a cambiar... ¡Claro que en otros sitios ellas resultan las pobres!

Bernarda: ¡Calla esa lengua atormentadora!

La Poncia: Contigo no se puede hablar. ¿Tenemos o no tenemos confianza?

Bernarda: No tenemos. Me sirves y te pago. ¡Nada más!

Criada: (Entrando.) Ahí está don Arturo, que viene a arreglar las particiones.

Bernarda: Vamos. (A la Criada.) Tú empieza a blanquear el patio. (A la Poncia.) Y tú ve guardando en el arca grande toda la ropa del muerto.

La Poncia: Algunas cosas las podríamos dar...

Bernarda: Nada. ¡Ni un botón! ¡Ni el pañuelo con que le hemos tapado la cabeza! (Sale lentamente apoyada en el bastón y al salir vuelve la cabeza y mira a sus criadas. Las criadas salen después.)

(Entran Amelia y Martirio.)

Amelia: ¿Has tomado la medicina?

Martirio: ¡Para lo que me va a servir! Todavía no se ha probado que eso sirva para evitar las infecciones.

Amelia: Pero la has tomado.

Martirio: Yo hago las cosas sin fe, pero como un reloj.

Amelia: Desde que vino el médico nuevo estás más animada.

Martirio: Yo me siento lo mismo.

Amelia: ¿Te fijaste? Adelaida no estuvo en el duelo.

Martirio: Ya lo sabía. Su novio no la deja salir ni al tranco de la calle. Antes era alegre; ahora ni polvos echa en la cara.

Amelia: Ya no sabe una si es mejor tener novio o no. Tienen tanto miedo de tener votos con un zombi.

Martirio: Es que no es muy católico.

Amelia: De todo tiene la culpa esta crítica que no nos deja vivir. Adelaida habrá pasado mal rato.

Martirio: Le tienen miedo a nuestra madre. Es la única que conoce la historia de su padre y el origen de sus tierras. Siempre que viene le tira puñaladas el asunto. Su padre mató en Cuba al marido de su primera mujer para casarse con ella. Luego aquí la abandonó y se fue con otra que tenía una hija y luego tuvo relaciones con esta muchacha, la madre de Adelaida, y se casó con ella cuando se infectó la segunda mujer.

Amelia: Y ese infame, ¿por qué no está en la cárcel?

Martirio: Porque los hombres se tapan unos a otros las cosas de esta índole y nadie es capaz de delatar.

Amelia: Pero Adelaida no tiene culpa de esto.

Martirio: No, pero las cosas se repiten. Y veo que todo es una terrible repetición. Y ella tiene el mismo sino de su madre y de su abuela, mujeres las dos del que la engendró.

Amelia: ¡Qué cosa más grande!

Martirio: Es preferible no ver a un hombre nunca. Desde niña les tuve miedo. Los veía en el corral uncir los bueyes y levantar los costales de trigo entre voces y zapatazos, y siempre tuve miedo de crecer por temor de encontrarme de pronto abrazada por ellos. Dios me ha hecho débil y fea y los ha apartado definitivamente de mí.

Amelia: ¡Eso no digas! Enrique Humanes estuvo detrás de ti y le gustabas.

Martirio: ¡Invenciones de la gente! Una vez estuve en camisa detrás de la ventana hasta que fue de día, porque me avisó con la hija de su gañán que iba a venir, y no vino. Fue todo cosa de lenguas. Luego se casó con otra que tenía más que yo.

Amelia: ¡Y fea como un demonio!

Martirio: ¡Qué les importa a ellos la fealdad! A ellos les importa la tierra, las yuntas y una perra sumisa que les dé de comer. Y lo más importante: que no esté infectada. ¿Te imaginas el panorama en la noche de bodas?

Amelia: ¡Ay!

(Entra Magdalena.)

Magdalena: ¿Qué hacéis?

Martirio: Aquí.

Amelia: ¿Y tú?

Magdalena: Vengo de correr las cámaras. Por andar un poco. De ver los cuadros bordados en cañamazo de nuestra abuela, el perrito de lanas y el negro luchando con el león, que tanto nos gustaba de niñas. Aquélla era una época más alegre. Los muertos estaban bajo tierra, una boda duraba diez días y no se usaban las malas lenguas. Hoy los muertos andan sobre la tierra y los vivos se andan con más finura. Las novias se ponen velo blanco como en las poblaciones, y se bebe vino de botella, pero nos pudrimos por el qué dirán.

Martirio: ¡Sabe Dios lo que entonces pasaría!

Amelia: (A Magdalena.) Llevas desabrochados los cordones de un zapato.

Magdalena: ¡Qué más da!

Amelia: ¡Te los vas a pisar y te vas a caer! No son aconsejables esos despistes si tienes que salir corriendo.

Magdalena: ¡Una menos!

Martirio: ¿Y Adela?

Magdalena: ¡Ah! Se ha puesto el traje verde que se hizo para estrenar el día de su cumpleaños, se ha ido al corral y ha comenzado a voces: "¡Gallinas, gallinas, miradme!" ¡Me he tenido que reír!

Amelia: ¡Si la hubiera visto madre!

Magdalena: ¡Pobrecilla! Es la más joven de nosotras y tiene ilusión. ¡Daría algo por verla feliz!

(Pausa. Angustias cruza la escena con unas toallas en la mano.)

Angustias: ¿Qué hora es?

Magdalena: Ya deben ser las doce.

Angustias: ¿Tanto?

Amelia: ¡Estarán al caer!

(Sale Angustias.)

Magdalena: (Con intención.) ¿Sabéis ya la cosa...? (Señalando a Angustias.)

Amelia: No.

Magdalena: ¡Vamos!

Martirio: ¡No sé a qué cosa te refieres...!

Magdalena: Mejor que yo lo sabéis las dos. Siempre cabeza con cabeza como dos ovejitas, pero sin desahogaros con nadie. ¡Lo de Pepe el Romano!

Martirio: ¡Ah!

Magdalena: (Remedándola.) ¡Ah! Ya se comenta por el pueblo. Pepe el Romano viene a casarse con Angustias. Anoche estuvo rondando la casa y creo que pronto va a mandar un emisario.

Martirio: ¡Yo me alegro! Es buen hombre.

Amelia: Yo también. Angustias tiene buenas condiciones.

Magdalena: Ninguna de las dos os alegráis.

Martirio: ¡Magdalena! ¡Mujer!

Magdalena: Si viniera por el tipo de Angustias, por Angustias como mujer, yo me alegraría, pero viene por el dinero. Aunque Angustias es nuestra hermana aquí estamos en familia y reconocemos que está vieja, enfermiza, y que siempre ha sido la que ha tenido menos méritos de todas nosotras, porque si con veinte años parecía un palo vestido, ¡qué será ahora que tiene cuarenta!

Martirio: No hables así. La suerte viene a quien menos la aguarda.

Amelia: ¡Después de todo dice la verdad! Angustias tiene el dinero de su padre, es la única rica de la casa y por eso ahora, que nuestro padre ha muerto y ya se harán particiones, vienen por ella!

Magdalena: Pepe el Romano tiene veinticinco años y es el mejor tipo de todos estos contornos. Lo natural sería que te pretendiera a ti, Amelia, o a nuestra Adela, que tiene veinte años, pero no que venga a buscar lo más oscuro de esta casa, a una mujer que, como su padre habla con la nariz.

Martirio: ¡Puede que a él le guste!

Magdalena: ¡Nunca he podido resistir tu hipocresía!

Martirio: ¡Dios nos valga!

(Entra Adela.)

Magdalena: ¿Te han visto ya las gallinas?

Adela: ¿Y qué querías que hiciera?

Amelia: ¡Si te ve nuestra madre te arrastra del pelo!

Adela: Tenía mucha ilusión con el vestido. Pensaba ponérmelo el día que vamos a comer sandías a la noria. No hubiera habido otro igual.

Martirio: ¡Es un vestido precioso!

Adela: Y me está muy bien. Es lo que mejor ha cortado Magdalena.

Magdalena: ¿Y las gallinas qué te han dicho?

Adela: Regalarme unas cuantas pulgas que me han acribillado las piernas. (Ríen)

Martirio: Lo que puedes hacer es teñirlo de negro.

Magdalena: Lo mejor que puedes hacer es regalárselo a Angustias para la boda con Pepe el Romano.

Adela: (Con emoción contenida.) ¡Pero Pepe el Romano...!

Amelia: ¿No lo has oído decir?

Adela: No.

Magdalena: ¡Pues ya lo sabes!

Adela: ¡Pero si no puede ser!

Magdalena: ¡El dinero lo puede todo!

Adela: ¿Por eso ha salido detrás del duelo y estuvo mirando por el portón? (Pausa.) Y ese hombre es capaz de...

Magdalena: Es capaz de todo.

(Pausa.)

Martirio: ¿Qué piensas, Adela?

Adela: Pienso que este luto me ha cogido en la peor época de mi vida para pasarlo.

Magdalena: Ya te acostumbrarás.

Adela: (Rompiendo a llorar con ira.) ¡No, no me acostumbraré! Yo no quiero estar encerrada. No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras. ¡No quiero perder mi blancura en estas habitaciones! ¡Mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle! No temo a los muertos. ¡Yo quiero salir!

(Entra la Criada.)

Magdalena: (Autoritaria.) ¡Adela!

Criada: ¡La pobre! ¡Cuánto ha sentido a su padre! (Sale.)

Martirio: ¡Calla!

Amelia: Lo que sea de una será de todas.

(Adela se calma.)

Magdalena: Ha estado a punto de oírte la criada.

Criada: (Apareciendo.) Pepe el Romano viene por lo alto de la calle.

(Amelia, Martirio y Magdalena corren presurosas.)

Magdalena: ¡Vamos a verlo!

(Salen rápidas.)

Criada: (A Adela.) ¿Tú no vas?

Adela: No me importa.

Criada: Como dará la vuelta a la esquina, desde la ventana de tu cuarto se verá mejor. (Sale la Criada.)

(Adela queda en escena dudando. Después de un instante se va también rápida hacia su habitación. Salen Bernarda y la Poncia.)

Bernarda: ¡Malditas particiones!

La Poncia: ¡Cuánto dinero le queda a Angustias!

Bernarda: Sí.

La Poncia: Y a las otras, bastante menos.

Bernarda: Ya me lo has dicho tres veces y no te he querido replicar. Bastante menos, mucho menos. No me lo recuerdes más.

(Sale Angustias muy compuesta de cara.)

Bernarda: ¡Angustias!

Angustias: Madre.

Bernarda: ¿Pero has tenido valor de echarte polvos en la cara? ¿Has tenido valor de lavarte la cara el día de la misa de tu padre?

Angustias: No era mi padre. El mío murió hace tiempo. ¿Es que ya no lo recuerda usted?

Bernarda: ¡Más debes a este hombre, padre de tus hermanas, que al tuyo! Gracias a este hombre tienes colmada tu fortuna.

Angustias: ¡Eso lo teníamos que ver!

Bernarda: ¡Aunque fuera por decencia! ¡Por respeto!

Angustias: Madre, déjeme usted salir.

Bernarda: ¿Salir? Después que te hayas quitado esos polvos de la cara. ¡Suavona! ¡Yeyo! ¡Espejo de tus tías! Estás más pálida que los muertos. (Le quita violentamente con su pañuelo los polvos.) ¡Ahora vete!

La Poncia: ¡Bernarda, no seas tan inquisitiva!

Bernarda: Aunque mi madre esté loca yo estoy con mis cinco sentidos y sé perfectamente lo que hago.

(Entran todas.)

Magdalena: ¿Qué pasa?

Bernarda: No pasa nada.

Magdalena: (A Angustias.) Si es que discutís por las particiones, tú, que eres la más rica, te puedes quedar con todo.

Angustias: ¡Guárdate la lengua en la madriguera!

Bernarda: (Golpeando con el bastón en el suelo.) ¡No os hagáis ilusiones de que vais a poder conmigo. ¡Hasta que salga de esta casa con los pies adelante mandaré en lo mío y en lo vuestro!

(Se oyen unas voces y entra en escena María Josefa, la madre de Bernarda, viejísima, ataviada con flores en la cabeza y en el pecho.)

María Josefa: Bernarda, ¿dónde está mi mantilla? Nada de lo que tengo quiero que sea para vosotras, ni mis anillos, ni mi traje negro de moaré, porque ninguna de vosotras se va a casar. ¡Ninguna! ¡Bernarda, dame mi gargantilla de perlas!

Bernarda: (A la Criada.) ¿Por qué la habéis dejado entrar?

Criada: (Temblando.) ¡Se me escapó!

María Josefa: Me escapé porque me quiero casar, porque quiero casarme con un varón hermoso de la orilla del mar, ya que aquí los hombres huyen de las mujeres. Los zombis sí que saben cortejar. ¿No te has enterado lo de Paca la Roseta?

Bernarda: ¡Calle usted, madre!

María Josefa: No, no callo. No quiero ver a estas mujeres solteras, rabiando por la boda, haciéndose polvo el corazón, y yo me quiero ir a mi pueblo. ¡Bernarda, yo quiero un varón para casarme y tener alegría!

Bernarda: ¡Encerradla!

María Josefa: ¡Déjame salir, Bernarda!

(La Criada coge a María Josefa.)

Bernarda: ¡Ayudarla vosotras!

(Todas arrastran a la vieja.)

María Josefa: ¡Quiero irme de aquí! ¡Bernarda! ¡A casarme a la orilla del mar, a la orilla del mar!

Telón rápido.

miércoles, 18 de marzo de 2009

El hospital de la transfiguración (sobre la enfermedad de los tiempos)


Siempre he sentido cierta atracción hacia las novelas que transcurren en hospitales o que sus protagonistas son médicos o psiquiatras. Y la mayoría de ellas siempre me han atrapado y me han dejado un grato recuerdo del viaje (entiéndase en su argot más químico, que la literatura tiene mucho de adicción). Pienso en Cuerpos y almas, de Van Der Meersch; en El arrancacorazones, de Vian; en Doctor Jivago, de Pasternak; en No serás un extraño, de Thompson; en Un mundo feliz, de Huxley; en El árbol de la ciencia, de Baroja; y por lo mucho que hay de Schopenhauer en la anterior, en Morir, de Schnitzler (donde la muerte va de la mano con los veredictos de los doctores).



Esto lo traigo a colación porque El hospital de la transfiguración habla sobre lo misterioso (telúrico si se quiere) que tienen los hospitales, los sanatorios o esos lugares apartados de la realidad que contienen la enfermedad para que los de fuera se mantengan a salvo del germen que corroe el cuerpo y el alma.
Statanisław Lem (Polonia, 1921-2006) sabía de lo que hablaba. Su padre había sido médico y él iba por el mismo camino. Cuando los nazis invadieron Polonia, la carrera de un médico se frustró para nacer la del escritor (después de la guerra retomaría sus estudios en la especialidad de Psicología, pero sus intentos volverían a quedar frustrados esta vez por discrepancias políticas). O no. Lem, en su autobiografía de juventud, El castillo alto (Editorial Funambulista, 2006), nos dice que su destino de escritor ya corría por sus venas cuando era un niño. De hecho pasó la niñez como un roedor en la biblioteca de su padre. Allí tenía a su disposición cientos de libros de medicina…

[…] los atlas anatómicos, y gracias a su despiste, podía informarme de un modo sistemático y minucioso acerca de las diferencias entre los sexos. Sin embargo, cosa curiosa, me impresionaban mucho más los volúmenes de osteología. Las láminas rojas como la sangre o de ladrillo rojo mostraban a hombres despellejados como la carne cruda que tanto me asqueaba; los esqueletos, en cambio, eran algo limpio.

Con El hospital de la transfiguración (primer título de la Trilogía del tiempo perdido, cuyos otros libros son De entre los muertos y El retorno, éstos repudiados por el autor), Lem se sacó de un plumazo la espinita. Habla sobre la medicina, sobre la invasión de los nazis en Polonia y traza a la perfección el camino que tomará su carrera como escritor. Aunque la escribió en 1948, no vería la luz hasta 1955 por problemas de censura. La Editorial Impedimenta, en una fantástica edición, nos la trajo en castellano el pasado año.

En 1979, el director polaco Edward Zebrowski
versionó la novela de Lem

La novela se inicia con el funeral del tío de Stefan Trzyniecki, médico y protagonista de la historia. Lem se sirve de un largo capítulo para describirnos a la familia de Stefan, en un escenario donde la muerte se agita por sobre los personajes.

En el carácter de toda la familia estaba el fuego y la piedra, la pasión y la intransigencia. Los Trzyniecki de Kielce eran conocidos por su avaricia, el tío Anzelm por su ira, la tía abuela por una pasión amorosa perdida ya en la noche de los tiempos. Ese sino se manifestaba de distintas maneras en cada uno de ellos. El padre de Stefan era inventor y sólo hacía el resto de cosas a la fuerza. Espantaba a todos de su lado como si fueran moscas y a veces perdía días enteros, viviendo el jueves dos veces, para descubrir luego que se había perdido el miércoles.

Pero en el siguiente capítulo veremos que la familia de Stefan no es ni mucho menos lo que marcará la pauta de la narración (no volverá a aparecer hasta las últimas páginas, cuando Stefan vaya a visitar a su padre, convaleciente y al borde de la muerte).

Decíamos esto porque a Stefan le ofrecen un puesto en un sanatorio cerca de Bierzyniec, y Lem nos lleva hasta sus instalaciones, encerrándonos allí y haciendo que nos olvidemos del exterior, de ese largo capítulo inicial en el sepelio. Lo de fuera ya no existe, y Stefan se vuelca en su profesión de médico. En realidad se siente desbordado porque el sanatorio es de enfermos mentales y no es su especialidad, pero Stanisław Krzeczotek, antiguo compañero de clase de Stefan, es el que le convence para que trabaje allí y el que le enseña el funcionamiento del manicomio.

—Verás, la terapia no es nada del otro mundo: hasta los cuarenta, los locos padecen dementia praecox; baños fríos, bromuro y escopolamina. Pasados los cuarenta, padecen dementia seniles; escopolamina, bromuro y baños fríos. Y electroshocks para todos, por supuesto. Y a eso se limita toda la psiquiatría…
Sin duda alguna, nos las vemos con un lugar horroroso. La intención de Lem es ésa: que pensemos que no hay nada más infernal.

Al principio a Stefan le destinan en el pabellón de mujeres: paranóicas, coprófagas, catatónicas, dementes… Y su trabajo se limita a la de un administrativo: escribir informes en donde explica el estado de las internas, lo que es evidente.

Una de esas enfermas dice:

—[…] Aquí todos están locos… Absolutamente todos —subrayó.

Y un mes después le transfieren al equipo de Kauters, uno de los singulares doctores del sanatorio.

Tenía un álbum enorme de Meunier con grabados que ilustraban los antiguos métodos de tratamiento de la demencia: el centrifugado en enormes toneles de madera, los hoyos con serpientes de cascabel en los que se metía a los pacientes de mentes especialmente perturbadas, o las peras de hierro que se introducían en la boca y se cerraban con una cadenita sobre el occipucio para que no se pudiera gritar.
Con Kauters asistiremos a la sobrecogedora operación de un tumor cerebral, toda una lección sobre la forma de trabajar en el manicomio.

Pero los métodos tal vez justifiquen el fin. Son los de la época, aunque nos parezcan propios de la Inquisición. Es el horror que se esconde dentro de los muros, pero ya se sabe que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer, y en El hospital de la transfiguración se verá, ya entrando en la recta final de la obra, que en el exterior está el verdadero germen.




El trasunto de Lem bien pudiera estar en el poeta Sekułowski, que está en el sanatorio de forma voluntaria, un invitado muy especial en donde Stefan encuentra un confidente.

—[…] Sekułowski es, cómo decírtelo…, drogadicto. Morfina, cocaína, incluso peyote; pero ya lo ha dejado. Ahora reside aquí, con nosotros, como si estuviera de vacaciones.

La personalidad de Sekułowski nos atrapa desde los primeros momentos de su aparición. Es un filósofo de la vida y de la literatura, y la suya es la reflexión demiúrgica del que está más allá del bien y del mal.

—Los poemas se me revelan como fragmentos de una policromía oculta detrás del estuco. Son fragmentos sueltos, relucientes y, entre ellos, se abre un vacío. Después trato de unir manos y horizontes, las miradas y objetos que abarcan… Eso durante el día. Por la noche, porque a veces me sucede por la noche, parecen radios de una rueda trenzándose entre ellos hasta formar un todo. Lo más difícil es sacarlos del ensueño y transportar esos fragmentos a la realidad.

Con la aparición de este personaje, nos viene a la cabeza la figura de Robert Walser en el manicomio de Waldau y después en Herisau. Y también pensamos en Carl Seeling, conversando y paseando con el autor suizo (le visitó por primera vez el 26 de julio de 1936, fecha tremenda desde nuestra Historia). Y es que el manicomio de Bierzyniec tiene mucho de Herisau, o del sanatorio para tuberculosos en el cantón de los Grisones que describió Thomas Mann, o incluso del sanatorio de Endenich, donde Robert Schumann pasó una temporada.

Vila-Matas nos cuenta en Doctor Pasavento:

Recordé las conmovedoras palabras de Walser sobre la demencia y el silencio de Hölderlin a lo largo de esos treinta y seis años que pasó encerrado en la torre de Tubinga: “Estoy convencido de que, en su largo periodo final, no fue tan desdichado como se complacen en pintárnoslo los profesores de literatura. Poder dedicarse tranquilamente a soñar por los rincones, sin tener que estar haciendo los deberes todo el rato, no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!”.

El mismo año en que murió Lem, veríamos cómo Andrew Crumey supo sacarle partido al tema de los sanatorios en una espléndida novela sobre la teoría cuántica, en Mobius Dick (lástima que la editorial que lo publicó en España descuidara tanto la edición).

Arte y locura, parece decirnos Lem, van de la mano. De ahí el curioso inventario que hace Marglewski, otro de los médicos:

“Balzac, psicópata maniático; Baudelaire, histérico; Chopin, neurasténico; Dante, esquizoide; Goethe, alcohólico; Hölderlin, esquizofrénico…”.

Sekułowski, en una de las conversaciones con Stefan, dice:

Los manicomios siempre han destilado el espíritu de la época. Todas las deformaciones, las jorobas psíquicas y las excentricidades están tan diluidas en la sociedad que resulta difícil percibirlas, pero aquí, concentradas, revelan claramente el rostro de los tiempos que vivimos.

Y más sobre literatura:

La historia de la literatura está llena de autores que cuando escriben una nota para la tintorería cuidan el estilo pensando en la edición póstuma de sus cartas…

El lector sentirá verdadera simpatía por Sekułowski. Todo lo que dice tiene la profundidad y la sugestión de los profetas. Y cuando vemos un atisbo de Lem (guiño para los futuros lectores de sus novelas más emblemáticas) en el poeta, no podemos dejar de seguir los pasos de Sekułowski como si estuviéramos ante el advenimiento anunciado.

—Sueño con describir la historia de la Tierra desde otro sistema planetario. Y esto es una especie de prólogo. —Y comenzó a leer—: “Está la matriz purulenta de soles: el Universo. Abundan en ella trillones de huevo estelares. Una rabiosa fecundidad… Exhalando escoria y polvo negro, un pulso sigue a otro pulso, la oscuridad sigue a la oscuridad…”.

Mientras que todo esto sucede, la maquinaria destructiva del nazismo se extiende por Europa, y lo que en un principio se consideraba una fantasía (la invasión de Polonia por los alemanes, ya que se veía como algo más factible una invasión rusa), cobra visos de realidad.

Stefan, en uno de sus paseos por los alrededores del sanatorio, se encuentra con un extraño edificio que resultará ser la subestación de electricidad que abastece, entre otras instalaciones, el sanatorio. Allí encontrará a tres operarios que además son partisanos. La subestación sirve también para esconder el armamento de la resistencia. Si a lo largo de la obra tenemos la sensación de leer un texto con claras influencias kafkianas, aquí la larga sombra del autor praguense se hace incuestionable, y es que en la subestación encontramos la espera de algo que todavía no se ha materializado y el silencio cómplice de sus tres moradores, que desconfían de las buenas intenciones de Stefan.

Todo lo que se avecina parece pasar de largo. El manicomio ya navega por su propio Estigia, ¿qué puede cambiar el curso de las cosas? Sencillamente, la idea de transformar el sanatorio en un hospital de las SS.

Cuando los nazis aparecen, nos damos cuenta que el infierno son los otros, que el manicomio era el único lugar con cordura que quedaba. Nos damos cuenta que los métodos empleados en el sanatorio no eran tan horribles, que sus doctores no eran sádicos dando rienda suelta a sus depravaciones. La realidad es muy distinta. Y Sekułowski tampoco era el profeta que creímos ver en él. Es más humano de lo que pensábamos. Tristemente humano.
Durante la matanza de enfermos que los nazis llevan a cabo, Pajączkowski, el director del hospital, dice:

Cuando me dijese que los locos no son útiles a la sociedad, pensé, le hablaría de los alemanes Bleuler y Moebius.

Según mis fuentes, Paul Eugen Bleuler era suizo (supongo que en esa época el Wikipedia era ciencia-ficción). El otro fue Paul Julius Moebius (no confundir con August Ferdinand Moebius), médico y psiquiatra nacido en Leipzig, gracias al cual conocemos el Síndrome de Moebius.

Sekułowski intentará escapar disfrazado de médico, pero los nazis le interceptan. Para salvar el pellejo, delata a los enfermos que están escondidos, y muere finalmente como un cobarde.

Stefan se quedará con sus escritos: un libro, el legado de Sekułowski para la posteridad:

La caligrafía del poeta se agitaba entre las líneas azules como si estuviera atrapada en una red. Arriba, el apellido; debajo, el título: Mi mundo. Pasó la primera página. La segunda estaba en blanco. La siguiente también. Todas, blancas y vacías.

En la reflexión que hace Lem en El castillo alto, en donde su infancia, la ciencia y el arte se coaligan de forma magistral, nos dice:
¿Y con qué autoridad digo todo eso? Con ninguna. El lector es libre de discrepar, sobre todo porque no tengo otra prisión que proponer, ni un final salvador.

Tal vez toda la obra de Lem se pueda leer como “otra prisión” sin “final salvador”. Y bendita prisión.

martes, 10 de marzo de 2009

La exhumación de Federico García Lorca (próximamente)

"No se culpe nadie; he sido yo mismo".
Demonios, F. M. Dostoievski
Federico García Lorca fue asesinado el
18 de agosto de 1936, entre Víznar y Alfacar


viernes, 6 de marzo de 2009

Cuando Alice se subió a la mesa (acabó en agua de borrajas)

Señalaba Irich Murdoch en El príncipe negro que “todo artista es un amante desgraciado. Y los amantes desgraciados quieren contar su historia”. Philip Engstrand, el narrador de Cuando Alice se subió a la mesa, no es un artista, sino un antropólogo que cuenta su historia de amante despechado. Y bueno, sí, se transforma en artista en tanto en cuanto terminará por convertirse en creador de su propio universo.

Todo empieza en la Universidad de California del Norte en Beauchamp, en el departamento de física. Alice Coombs, la novia de Philip, trabaja en la creación de un universo en miniatura (que en su inicio será un rastro de Nada imperceptible). El caso es que el experimento termina por evolucionar en un agujero de gusano que absorbe todo lo que se le pone a su alcance. O eso es lo que cabe colegir de los primeros ensayos; pronto se verá que el agujero de gusano tiene criterios específicos a la hora de decidir lo que se lleva y lo que no.
Desde el principio, Alice Coombs se obsesiona con el proyecto, hasta el punto de que siente una atracción por lo que han llamado Ausencia, atracción intelectual y física (en el sentido de que ella misma quiere entregarse al agujero de gusano y desaparecer en ese pequeño universo). Pero Ausencia no la acepta.

De la noche a la mañana, Philip Engstrand también se convierte en nada a ojos de Alice. No existe para ella. Pero Philip no se resigna a la pérdida y luchará por recuperar el amor de Alice. Sin embargo ¿cómo luchar ante semejante rival, ante algo como Ausencia?

Un físico italiano, Carmo Braxia, tiene la respuesta: el agujero de gusano es el reflejo sincero de la psique de Alice, de tal modo que el criterio de selección responde al gusto de la novia de Philip. Entonces, si Ausencia no acepta la entrega de la propia Alice, ¿es que Alice no se quiere a sí misma?


A grandes rasgos, sobre esto habla la novela de Jonatham Lethem, autor neoyorquino del barrio de Brooklyn nacido en 1964 que, antes de darse a un tipo de novela más social, publicó ciencia-ficción e incluso una novela post-apocalíptica como Amnesia moon (con la que David Lynch quiere tener un affaire cinefílico desde hace tiempo). Señalar también que, tras su artículo en The New York Time, Lethem se ha convertido en el embajador de Roberto Bolaño en EE.UU. (¡diciendo de él que era “heroinómano”!).

En Cuando Alice se subió a la mesa, Lethem vuelve a hacer uso de la ciencia-ficción (si es que los experimentos con aceleradores de partículas se pueden denominar así), mezclando novela de triángulo amoroso, novela de ciencia experimental y novela de campus (al estilo de Kingsley Amis, Malcolm Bradbury, Tom Sharpe y David Lodge).

Dado que la novela de Lethem se sirve del subconsciente para recrear un universo paralelo, podríamos emparentarla con Pensamientos ocultos de Lodge o con Neuromante de William Gibson (uno de los padres del ciberpunk). Pero lo que más nos recuerda es a la emblemática obra de Stanislaw Lem: Solaris. Si el doctor Kris Kelvin tiene que vérselas con un extraño planeta que en sí mismo es pura psique con capacidad de traer a la realidad lo que se desee, Philip Engstrand se enfrentará al dilema del amor verdadero e incorruptible que supone entrar dentro de Ausencia, la aceptación en ese universo tangencial (inestable y condenado a la extinción).
En la estela de Las Asombrosas Aventuras de Kavalier & Clay

Como la novela de Lem, Cuando Alice se subió a la mesa se presta a múltiples lecturas, aunque no llegan a la altura de la del autor polaco. Seré sincero si digo que no sé claramente qué ha querido contarnos Lethem con esta extraña fábula sobre el amor y los celos.

Hay momentos en su lectura que he pensado sobre lo que tenía de narcisismo la creación de otra realidad (en este caso de Ausencia), ya que su creador siempre está implícito. En el arte ocurre precisamente esto, con la suma interactiva del receptor, que aportará su experiencia, su bagaje cultural y su sensibilidad (un narcisismo mutual por cuanto una cosa no es sin la otra).

Cuando Alice intenta alcanzar a Ausencia (en la entrega postrada sobre la mesa), se está entregando a sí misma y, en un bucle de reciprocidad, a ese desconocido que está en ella: el subconsciente.

Esta interrelación de yoes es también la vuelta de tuerca del mito de Narciso que ya propuso Oscar Wilde en su microcuento El discípulo. Reconozco mi cariño por esta minificción del autor irlandés. La leí antes de los veinte años y desde entonces siempre la he tenido como un ejemplo a seguir a la hora de crear nuevas ideas (o hacer que parezcan nuevas) partiendo de los mitos clásicos. La historia de Narciso es harta conocida. Wilde nos dice que tras la muerte del efebo, el paisaje lloró (de esas lágrimas nació la famosa flor), pero también lloraba el río en el que Narciso se miraba, por motivos diferentes, todo hay que decirlo:

—Si yo lo amaba —respondió el río— es porque, cuando se inclinaba sobre mí, veía yo en sus ojos el reflejo de mis aguas.

Podríamos decir que Ausencia es el río del mito de Narciso, y el narrador de la historia, Philip Engstrand, atraviesa el espejo que le brinda la Naturaleza. Desde el otro lado, el protagonista nos dice:

Me había librado del problema del observador sólo para dar paso al problema, quizá más peliagudo, del pensador.

La novela de Jonathan Lethem es un ejercicio arriesgado de novela amorosa y metafísica, y aunque en algunos momentos de la lectura podamos pensar que la cosa promete, que nos va a desvelar algún misterio desconocido, al final se queda en fuegos artificiales (en agua de borrajas, si queremos volver al mito). Sólo eso.