Sin lugar a dudas Johnny cogió su fusil (1939) es una de las obras más sobrecogedoras que sobre el dolor se hayan escrito nunca, una obra escrita con la bilis del horror, con la tristeza que sólo una guerra puede impregnar en el alma humana, su conciencia. Así, ese Johnny mutilado, muñón viviente que expresa su sentir golpeando la cabeza contra la almohada, es el reflejo certero de la prisión que es toda vida, prisión del espíritu, impotencia del ser en un mundo irracional, porque son irracionales los móviles, los edificios, los madrugones, el tráfico, la razón misma, que lleva al conflicto del yo el mero hecho de saberse indefenso en un mundo cuyo progreso le ha llevado a la más delirante incomunicación.
Joe Bonham, huérfano de miembros con los que sujetarse a la realidad que ha conocido desde la más tierna infancia, utiliza la cabeza para transmitir un mensaje reconciliable con la razón: “SOS, MATADME, POR FAVOR”. Y su lenguaje no es otro que el código morse, lenguaje binario, matemática del punto y la raya, auxilio que transmite el telégrafo básico de una cabeza golpeando contra la almohada húmeda. En su isla de tormentos, de sin razón, la noche es día y el día es noche, y no tiene referencias, desconoce su ubicación en el tiempo, en el espacio, consciente de su naufragio por el sueño de la razón.
La novela de Dalton Trumbo (Colorado 1905-1976) se sitúa junto a obras como ¡Abajo las armas! (1889) de Bertha von Suttner, primera mujer que recibió el premio Nobel de la Paz en 1905, Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) de Vicente Blasco Ibáñez, Sin novedad en el frente (1929) de Erich Maria Remarque, Adiós a todo eso (1929) de Robert Graves, Imán (1930) de Ramón J. Sender o Adiós a las armas (1932) de Ernest Hemingway, como una de las obras más representativas de un periodo en el que el listado de autores que narraron la crueldad de aquellos días fue amplísimo, habidas cuentas que los escritores de entreguerras bucearon con mayor o menor fortuna en un campo del que pocos permanecieron ajenos. Y del mismo modo que muchos de estos autores, sufrió la censura férrea de su gobierno, que no por ser más democrático se libraba de ejercer la tiranía en el Reino de la Letra Impresa. Fue una época en que el escritor estaba obligado a apoyar la causa de la guerra, de lo contrario estaría expuesto a la reprobación de una sociedad que se lanzaba de lleno a imposibles valores, a imposibles conceptos que debería regir la vida de la humanidad: llámense éstos capitalismo, comunismo o esa variante más nacionalista y expansionista llamada fascismo o nazismo[1]. El choque que se libró en aquel entonces fue la eclosión de todos los valores que desde la Revolución Francesa se venían fraguando en Europa: la industrialización, la colonización, las corrientes filosóficas y, en medio, el drama social de los más desfavorecidos. Trumbo, al hablar de la Gran Guerra, dice en el prólogo de Johnny:
Fue una temporada de generosidad; una etapa de alardes, bandas musicales, poemas, canciones, inocentes plegarias. Era un agosto palpitante y sin aliento a causa de jóvenes caballeros oficiales que pasaban noches prenupciales con muchachas que abandonarían para siempre. Uno de los regimientos escoceses, en su primera batalla, cruzó la trinchera detrás de cuarenta gaiteros con faldas de tartán, con la única misión de tocar sus instrumentos frente a las ametralladoras. Más tarde, había nueve millones de cadáveres cuando las bandas de música y los dignatarios emprendieron la fuga, el quejido de las gaitas nunca más volvería a ser el mismo. Fue la última guerra romántica [...] Sé que se trata de una idea peligrosa y no desearía llevarla demasiado lejos, pero la II Guerra Mundial no fue una guerra romántica.
Todavía estaba el mundo cicatrizando sus heridas cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, y aquí ya no hubo inocencia. El hombre sabía de lo que era capaz (ya se había usado gas mostaza en el Rif, ya se había desangrado en las trincheras de Verdún, ya había practicado grandes desembarcos militares como en Alhucemas, ya había bombardeado ciudades como la de Guernika). Ya no hubo inocencia, y antes de que la peor guerra de todas se librara, Dalton Trumbo se había metido dentro de la piel chamuscada de una de sus víctimas, para verlo desde dentro, para censurar cualquier guerra, cualquier gobierno que se atreviera a llevar a sus ciudadanos o a los ajenos a la muerte, para defender la libertad a ultranza del individuo, la vida.
No hace mucho nos impactaron casos como los de Terri Schiavo o Chantal Sébire, o las escarizadas películas de Alejandro Amenábar o Clint Eastwood. Pues bien, hace 70 años Johnny/ Trumbo le gritó a la libertad, escupió en pleno rostro a todos esos hipócritas, embusteros, ridículos gobernantes que siguen demostrando que el hombre es un lobo para el hombre, o peor, que la Razón no es más que una tara de la vida, una involución que vuelve al hombre más criminal cuanto más consciente es de su mal.
La novela de Trumbo es de una angustia sobrehumana, y en el estado en que Joe Bonham se encuentra solamente se puede desear la muerte. La pesadilla comienza en una cama, como si de una novela de Kafka se tratara. El silencio más absoluto se extiende dentro de nuestro héroe, porque está ciego y sordo, y en sus propios pensamientos, recuerdos, va tomando conciencia del drama en el que está inmerso. Para mostrarnos este proceso brutal Trumbo dividió la novela en dos partes: Los muertos y Los vivos, haciendo de ella una verdadera novela de tesis. En la primera parte ese Johnny que somos todos, va descubriendo las ausencias de su cuerpo, al tiempo que rememora sus días más felices en su Shale City natal, sus padres, sus amigos, los amores perdidos:
-Joe querido Joe Joe abrázame más fuerte. Deja tu bolsa y rodéame con ambos brazos y a brázame fuerte. Los dos brazos. Los dos. Tú en mis brazos Kareen adiós. En mis dos brazos. Kareen en mis brazos. Dos brazos. Brazos brazos brazos brazos. Constantemente entro y salgo del desmayo Kareen y tardo en darme cuenta. Estás entre mis brazos Kareen. Entre mis dos brazos. Los dos brazos. Ambos. Ambos.
La secuencia en que descubre Johnny la ausencia de sus brazos lleva al paroxismo y hace saltar las lágrimas. A Trumbo no le hace falta más para mostrarnos el horror que causa una guerra, la amputación de una vida, esa misma amputación que vemos todos los días y que nos enseña la televisión con cuentagotas, censores de una realidad terrible que se vive a miles de kilómetros del paraíso europeo que nos ha tocado vivir. Pero el nuestro es un paraíso de ciencia-ficción, imaginado ya por esos autores que conocieron las dos grandes guerras del siglo XX, como Huxley y Orwell. Y sin embargo Trumbo va más lejos, del mismo modo que Johnny, y descubre la realidad que le rodea:
Empezó a patear con los pies para mover aquello que estaba debajo de sus piernas. Sólo comenzó porque no tenía piernas para patear. En algún punto debajo de la articulación de las caderas le habían cortado las dos piernas. Sin piernas. No más correr andar gatear si no tienes piernas. No más trabajar. Sin piernas ¿te enteras? [...] No tenía brazos ni piernas. Echó la cabeza hacia atrás y comenzó a gritar de terror. Pero sólo empezó porque no tenía boca para gritar. Se sorprendió tanto de no poder gritar que empezó a mover las mandíbulas como alguien que ha descubierto algo interesante y quiere comprobarlo. [...] Trató de mover las mandíbulas pero no tenía mandíbulas. Trató de pasar la lengua por el borde interno de los dientes como si estuviera buscando una semilla de fresa. Pero no tenía lengua y no tenía dientes. Tampoco tenía paladar. Trató de tragar pero no pudo porque no tenía garganta ni músculos para tragar. [...] Respiraba honda y aceleradamente pero en realidad no respiraba porque el aire no pasaba por su nariz. No tenía nariz.
Una vez descubiertos los síntomas de una existencia en donde la realidad se funde con el sueño, con lo irreal, el personaje-autor inicia una reflexión profunda sobre los conceptos de la libertad, y aquí el antibelicismo aflora en un verdadero manifiesto que se convierte en un grito por la vida, desmontando todos los argumentos de que se sirven los gobiernos para abocar a la destrucción al individuo. No caben aquí doble lecturas, concesiones a la duda:
Alguien dijo vamos a pelear por la libertad y fueron y se hicieron matar sin pensar una sola vez en la libertad. ¿Y al fin y al cabo por qué clase de libertad luchaban? ¿Cuánta libertad? ¿Y quién había concebido esa idea de la libertad? ¿Luchaban por la libertad de comer helados gratis toda la vida o por la libertad de estafar a cualquiera cuando quisieran o por qué? Si le dices a un hombre que no debe robar le quitas una parte de su libertad. Tienes que hacerlo. Por último ¿qué quiere decir libertad? Se trata simplemente de una palabra como casa o mesa o cualquier otra. Sólo que es una palabra especial. Un tío dice casa y puede señalar una casa para demostrarlo. Pero un tío dice vamos a luchar por la libertad y no puede señalarla con el dedo. No puede demostrar de qué está hablando así que ¿cómo diablos puede decirte que luches por ella?
El manifiesto se extiende durante todo el capítulo 10, el último de la primera parte. El siguiente, el undécimo, abre la segunda parte titulada Los vivos, y en ella Johnny luchará por atrapar el tiempo, cuantificarlo. Es la resistencia pírrica de un náufrago que contra todas sus adversidades es consciente de que la única forma de recuperar lo poco que tiene de humano es comunicarse con el mundo exterior. A través de las vibraciones de la gente que le rodea (enfermeras que cambian sus vendajes, le pasan una esponja húmeda por sus muñones, le cambian las sábanas), irá calculando los turnos que se suceden por sobre su cuerpo mutilado, y éstos le llevarán irreversiblemente a predecir con exactitud la hora del día, el momento sublime en que el sol tocará una parte mínima de su cuerpo. Procura contar todos los intervalos entre turno y turno, hasta atrapar en su quietud, en su prisión de cuerpo, el concepto de temporalidad. ¿Es real ese amanecer[2], o simplemente la ansiedad por verse liberada la conciencia le hace figurarse esos primeros rayos de la aurora? Así y todo, es su momento más feliz:
Oh Dios Dios gracias mi Dios pensó ya lo tengo y no me lo pueden quitar. Pensó he podido ver nuevamente el amanecer y desde ahora lo podré ver todas las mañanas. Pensó gracias Dios gracias gracias. Pensó aunque nunca pueda tener otra cosa siempre podré contar con el amanecer y la luz del sol por la mañana.
Si en un principio Johnny rastrea a lo largo de su memoria los minutos vividos, los libros leídos, los olores percibidos, los colores plasmados, este atisbo de realidad que eclosiona en un amanecer, no es sino el primer paso para atrapar el mundo del que ha sido desterrado (y nunca mejor dicho, dado que la existencia de Johnny no es muy diferente a la de un muerto que permanece insepulto), para hacerlo nuevamente suyo, mediante la comunicación. A partir de entonces la idea kierkegaardiana a través la cual la razón no puede alcanzar la realidad empieza a marchitarse: Johnny tiene que salir de sus pensamientos, saltar esa barrera que hay entre pensamiento y existencia, atravesarla si cabe, aprehender nuevamente esa realidad de la que ha sido arrancado y volver a los principios fundamentales de Hegel[3]. En esta nueva construcción del mundo hay mucho de evolución dialéctica, por cuanto Johnny, para orientarse en la realidad circundante y entreverada de sueños, tiene que hacer uso de la subjetividad, aplicando el esquema hegeliano del conocimiento. Así habrá de formular una tesis, una antítesis y una síntesis de todo lo que experimenta. Si una rata le mordisquea los muñones y después resulta que es una pesadilla, deberá aprender a discernir el sueño de la realidad:
Tal vez no había solución. Tal vez por el resto de su vida tendría que adivinar si estaba despierto o dormido. ¿Cómo podría asegurar me dormiré o bien acabo de despertar? ¿Cómo lo sabría? Y uno tiene que saberlo. Es importante. Era lo más importante que quedaba. Lo único que tenía era una mente y quería sentir que pensaba con claridad. Pero ¿cómo lo haría si no tenía una enfermera cerca o una rata sobre su cuerpo?
La lucha de Johnny es una huida hacia dentro, porque cuanto más se esfuerza por resucitar de esa muerte en vida, más lejos se encuentra del mundo real. Peter Sloterdijk, en su ¿Cómo tocamos al sueño del mundo? Conjeturas sobre el despertar. [Extrañamiento del mundo. Pre-Textos, 1998], dice: El mundo no me mantiene mucho tiempo aquí, se aleja de mí como una enfermera con cofia y amplio ropaje que apaga la luz tras de sí ¿Qué otra cosa puedo hacer más que dejarlo marchar de buena fe? [...] Lo que llamamos mundo existe sólo para seres que no tienen que estar preparados a cada instante para huir.
Desconozco si Sloterdijk pensaba en Johnny cuando escribió estas líneas, y sin embargo, lo cierto es que la enfermera se marchó. El general le colocó una medalla en su torso mutilado y le golpeó con los dedos la frente sudorosa: Lo que usted pide va en contra del reglamento, ¿quién es usted? Y Johnny se contesta que es el nuevo Mesías de los campos de batalla, y que le dirá a la gente ¡mirad cómo soy porque así seréis vosotros!
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[1] Francisco Ayala, en su Para quién escribimos nosotros (1949), que volvió a ver la luz en 1971 y en El escritor y su siglo [1990], al hablar del compromiso del escritor, señala: «¿Quién está hoy libre en él de posible falla a los ojos del perfecto patriota? El uno, porque es judío, y basta; el otro, por su apellido extranjero; aquél, por haber nacido en la línea de la frontera o haberse educado en Europa; aquel otro, porque tuvo un tiempo veleidades socialistas, o porque sirvió a la oligarquía y al capitalismo internacional; el de más allá, porque es hermano de Fulano, o porque él mismo, en tal emergencia... En resumidas cuentas, todo el que no sea un resuelto partidario del gobierno atrae la sospecha de pertenecer, dentro de la nación, al partido nefando e impreciso de la antipatria [...]».
[2] Algo parecido pone Platón en boca de Sócrates, en el Fedón, al hablar con Cebes sobre lo que debe el alma considerar como real: «Porque cada placer y dolor, como si tuviera un clavo, la clava al cuerpo, la sujeta como con un broche, la hace corpórea y la obliga a figurarse que es verdadero lo que afirma el cuerpo. Pues por tener las mismas opiniones que el cuerpo y deleitarse con los mismos objetos, por fuerza adquiere, según creo, las costumbres y el mismo régimen de vida que el cuerpo [...]».
[3] «La razón -dice Hegel- es la certeza consciente de ser toda la realidad. Esto quiere decir que una persona aislada es toda la realidad; en su separación no es totalmente real, pero lo que es real en ella es su participación en
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