lunes, 29 de junio de 2009

La noche del Uro (Trumbo en el infierno de los otros II)


En 1960 Dalton Trumbo comenzó a explorar el infierno de los griebens. Su búsqueda no le llevó a ningún paraíso, bien porque no era Virgilio su lazarillo, bien porque no había ninguna Beatriz esperándole en el otro lado, sino simplemente el hombre sin atributos, el hombre perdido. Murió dieciséis años después, con la conciencia intranquila, sabedor de que en él habitaban johnnis y griebens, víctimas y verdugos.

Si bien con Johnny cogió su fusil descendió al infierno de un herido de guerra, un mutilado que debía luchar contra sus demonios, en La noche del Uro, Trumbo, pretende comprender las razones que llevaron a la Alemania nazi a cometer la que se considera como la mayor barbarie de la humanidad: el Holocausto. Para ello se sirve de la primera persona, y es Ludwig Richard Johann Grieben[1] el protagonista de tan singular historia, el compositor de una biografía que rebosa poesía y crueldad. Al igual que en Johnny, Trumbo divide la primera parte de la novela en diez capítulos, y son éstos los que ocupan la vida atormentada de Grieben, su infancia, la construcción de un ser diabólico convencido de su labor mesiánica, de su destrucción divina. Después de este iniciático recorrido por la infancia del protagonista sólo nos quedan una serie de notas que fueron recopiladas y que son en sí mismas parte indisociable del proyecto que fraguó Trumbo: una sinopsis, un diario de unas cuarenta páginas, comentarios político-históricos y unos borradores sobre la personalidad de Grieben.



Argumentar La noche del Uro no es tarea sencilla, habida cuenta que es ante todo un fresco interesantísimo sobre aquellos años turbulentos, de orgías, de sadismo. Por eso la primera parte de la novela se centra en la iniciación sexual de Grieben, su infancia marcada por una psique llena de maldad y, sin embargo, tan parecida a la de cualquier niño. Interesado desde muy pronto por la música y la filosofía, Grieben siente una especial querencia por la virilidad que contiene toda competición, así se adentra en los deportes, y de la mano de su padre, en la caza. Con seis años mata a una ardilla de un disparo de fusil, y es aquí donde toma contacto por primera vez con la muerte:

Cortada abruptamente su sorpresa inicial por maravillas aún mayores, mi ardilla pareció dirigir lentamente su atención hacia dentro de sí misma, como si contemplara allí un milagro, alguna revelación secreta, una angustia privada no sentida hasta entonces, una maravilla demasiado extraña, demasiado urgente y conmovedora para ser compartida.

Esto no es más que un ejemplo de lo que contiene esta obra. En realidad todo gira en torno a la muerte y al sexo, pero en el fondo existe un poso de soledad que es lo que con más terneza Grieben pretende demostrar a sus posibles lectores. Argumenta sus crímenes, los defiende fehacientemente, y narra con nostalgia los acontecimientos puntales de su biografía: la ardilla escopeteada y después pisoteada, el conejillo estrangulado, el acoso a Inge en la niñez junto a su amigo Gunther, el intento de violación a Liesel Dahlen la noche del 10 de mayo de 1933 durante la quema de libros en la Universidad de Berlín, las continuas violaciones a su mujer, Auschwitz... El mosaico que nos ofrece Trumbo es imponente, y el itinerario vital del personaje va parejo a la propia biografía de Hitler y sus secuaces. Participa en la Primera Guerra Mundial, después se une a los numerosos grupos armados de “puños, navajas, garrotes y pistolas” (La noche del Uro, página 133) que siembran de miedo las ciudades, abandona el Freikorps e ingresa en las SA de Ernst Roehm al escuchar un discurso de Adolf Hitler. El 9 de noviembre de 1923, Hitler fracasa en su golpe de Estado y es condenado a cinco años de prisión, de los que solamente cumplirá nueve meses, dado que sale con la condicional. En ese breve cautiverio escribirá Mi lucha, ideario de una metafísica irracional[2] que seguirá a rajatabla hasta sus últimas consecuencias. La conclusión que saca Hitler es que necesita del sistema establecido para llegar al poder: la democracia. Por eso se deshace de los violentos de Roehm y funda las SS, obligando a los miembros de las SA a abandonar sus filas. Todo culmina el 30 de junio de 1934 en la llamada Noche de los Cuchillos Largos. En éstas está Grieben, participando por igual de esa utopía satánica esbozada por intelectuales y aspirantes a artistas[3]. También Grieben es un artista, o pretende serlo, del mismo modo que nos podemos encontrar libros para una extraña biblioteca como Diario de una bandera de Francisco Franco (autor también del guión Raza), La Legión de Millán-Astray, El libro verde de Gadhafi o Así hemos de combatir a los persas de Saddam Hussein (autor asimismo de Zabiba y el Rey, La fortaleza, Los hombres y la ciudad y ¡Demonios, marchaos!). La lista podría ser sorprendente. Y es que la historia del exilio contemporáneo adolece de un cierto batallar entre intelectuales verdaderos y esos de postín, impuestos mediante la dialéctica de las armas. Aquí podremos recordar el rabioso grito de Millán-Astray a Unamuno: “¡Muera la inteligencia!”, a lo que el salmantino respondió: “Venceréis pero no convenceréis”. No es gratuita entonces la exposición de Trumbo, el análisis exhaustivo de la personalidad de Grieben, así, si el personaje orquesta una biografía de sus crímenes empleando la poesía y la belleza (ya se sabe que la belleza es cruel), está arropada por ese movimiento intelectual-satánico que desde el siglo XIX recorría Europa. Trumbo, en las cartas enviadas a su amigo Angus Cameron, explicaba:

Espero poder demostrar aquí que, en todas las fuentes clásicas de la educación alemana, el antisemitismo es una doctrina que ha sido interminablemente remachada en la mentalidad de la juventud alemana hasta convertirla en un artículo de fe y que así ha sido durante cien años. Los nazis no la inventaron, solamente la invocaron y la llevaron a la práctica con la más rigurosa lógica germánica.

Es por tanto lógico encontrarnos a Grieben leyendo “las obras de Hitler, Rosenberg, Goebbels, Haushofer, Antón Drexler, Houston Stewart Chamberlain y autores parecidos”[4] (La noche del Uro, página 137).


En la actualidad hay dos mil uros, el tipo de toro

ario que Hitler resucitó tras dos siglos extinguido.


La obra de Trumbo es un Descenso a los Infiernos con mayúsculas, un viaje a lo más oscuro de nosotros mismos hasta toparnos con el demonio en persona, allí donde creíamos que no existiría. Trumbo, que luchó siempre por los derrotados, por las víctimas, sufrió una transformación al descubrir en él a ese antihéroe, a ese Grieben capaz de sentir la incomprensión de los otros, de llorar por los fracasos y los sueños no realizados, de revivir e incluso de visitar la casa de Ana Frank en Amsterdam, porque cree haber conocido a la niña de quince años que murió en Auschwitz, y en sus sueños se la figura su amante, mujer que le muestra en sus ojos los mismos sentimientos que le invadieron a él esos días en que la metafísica de la destrucción sacudía a toda Europa con la “solución final” que fue pactada un 20 de enero de 1942[5]:

Creo que debió de haber un instante en el tiempo cuando yo, pálido como una larva e insaciablemente hambriento de la roja carne putrefacta del vientre de mi madre, tuve mi primer deseo de culpa sin pecado, de pecado sin arrepentimiento, de arrepentimiento sin perdón. Y que en ese momento de canibalismo larval llegué, sin saberlo, a la conclusión que iba inevitablemente a gobernar mi vida: que se joda todo, que se jodan todos. Si no voy a ser perdonado, no me arrepentiré.

Pero también la crítica de Trumbo aflora desde la pluma del protagonista, así vemos la denuncia en los diarios de Grieben del desentendimiento de los aliados del Struma en febrero de 1942, un barco con casi ochocientos judíos que huían del horror nazi y fue abandonado a su suerte en el Bósforo durante dos meses y medio porque los ingleses se negaban a que llegaran ilegalmente a Palestina. Finalmente el barco se hundió, y solamente salvaron sus vidas dos de los casi ochocientos pasajeros. Y este hecho ayuda en los planteamientos antisemitas de Grieben, entendiendo que tras las miles de matanzas que ha perpetrado la humanidad, los pueblos masacrados por el colonialismo, “un puñado de judíos de los que el mundo quería librarse a toda costa” (La noche del Uro, página 243) no debe llevarle al arrepentimiento[6]:

Sabemos que hay culpa en el infierno. Sabemos que, todos los días, sudamos bajo el peso de nuestra culpa intolerable. ¿Es posible pues que no haya tampoco culpa en el cielo?


Fotograma del Triunfo de la voluntad, documental
propagandístico dirigido por Leni Riefensthal.

La noche del Uro no es sólo una radiografía precisa sobre la manifestación del mal en el hombre, sino que es ante todo un documento inigualable sobre el proceso de escribir, sobre la transmutación del escritor en el personaje y del personaje en el escritor, una exposición detallada sobre el arte de novelar. Trumbo, en otra de sus páginas sueltas sobre la novela que no llegó a concluir, escribe:

Aquello que Grieben aceptará finalmente lo ha dicho Sartre:

1. Que no hay redención en el mal.

2. La libertad última y definitiva es el derecho a decir «No» y a morir por él. La libertad del hombre es decir «¡No!».


***


[1]«Mis nombres de pila, derivados de Bach, Beethoven y Wagner, revelan la intención de mi padre de hacer de su único hijo un compositor, o al menos un músico» Dalton Trumbo: La noche del Uro.

[2]«
La concepción del mundo desarrollada en Mi lucha es, aunque bárbara, una metafísica. De manera metafísica Hitler puso de manifiesto el sentido profundo de la realidad: construyó imágenes de la vida falsa y de la verdadera e intentó transformar el mundo conforme a esas imágenes, propósito que fue espantosamente logrado. Y sólo pudo hacerlo porque los hombres bajo su mando estaban dispuestos a participar en esa sangrienta escenificación de su metafísica. Se han barajado los más diversos motivos para explicar este respaldo, lo cual no cambia en absoluto el insólito y angustioso resultado: una sociedad al completo colaboró en trasladar a la realidad un sistema metafísico ilusorio». Rüdiger Safranski: ¿Cuánta verdad necesita el hombre?

[3]«Es interesante ver que los caudillos del “movimiento” nazi-esto vale también para Hitler, Goebbels o Speer- en lo que hace a su formación tenían tendencias teórico-artísticas en el más amplio sentido (y no, por ejemplo, politológico -histórico-jurídico-sociológicas): Hitler quería, como es sabido, estudiar en la Academia de Arte de Viena y se tenía por el mayor arquitecto; Goebbels era un germanista con título de doctor [...], se encontraba al principio próximo al expresionismo y escribió la novela Michael. Rosenberg y Speer eran arquitectos». Manfred Frank: Dios en el exilio (Lecciones sobre la nueva mitología).

[4]Jorge Luis Borges en Deutsches Requiem, obra acaso inspiradora de la de Trumbo, justifica a su personaje Otto Dietrich con lecturas también de megalómanos: «No puedo mencionar a todos mis bienhechores, pero hay dos nombres que no me resigno a omitir: el de Brahms y el de Schopenhauer [...]Hacia 1927 entraron en mi vida Nietzsche y Spengler».

[5]Frank Pierson, ganador de un oscar con el guión de Tarde de Perros, dirigió en 2001 Conspiration, una película-documental que recoge en 90 minutos la reunión de quince altos mandos nazis a las afueras de Berlín. Allí se decidió “La Solución Final” mediante la cual se proponía la aniquilación total del judío en Europa y allende sus fronteras. La idea inicial consistía en emplear camiones a los que eran subidos los judíos y después gaseados con monóxido de carbono puro. Sin embargo la “solución” pretendía ser más acelerada, de ahí que se construyeran cámaras de gas permanentes como las de Auschwitz.

[6]«¿Cómo pudo ocurrir? ¿Por qué ocurrió? ¿Por qué las víctimas escogidas fueron precisamente los judíos? ¿Por qué los victimarios fueron precisamente los alemanes? ¿Qué papel tuvieron las restantes naciones en esta tragedia? ¿Hasta qué punto fueron también responsables los aliados? ¿Cómo es posible que los judíos cooperaran, a través de sus dirigentes, a su propia destrucción? ¿Por qué los judíos fueron al matadero como obedientes corderos?». Hannah Arendt: Eichmann en Jerusalén (Un estudio sobre la banalidad del mal).

viernes, 22 de mayo de 2009

La casa de Bernarda Alba zombi (Introducción)



Para descargar La casa de Bernarda Alba zombi en la versión CÁTEDRA, pinche en la siguiente dirección:

http://rapidshare.com/files/236033227/la_casa_de_bernarda_alba_zombi.pdf


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EL MANUSCRITO "Z"

Tarea compleja es datar con exactitud la fecha de redacción de La casa de Bernarda Alba, pues al igual que otras de sus obras dramáticas, y estamos pensando en Comedia sin título (de la que sólo quedó el manuscrito borroneado del primer acto) o El público, no fue editada hasta un buen tiempo después de la trágica muerte de su autor, en concreto en las obras completas de Lorca que Guillermo de Torre editó en Buenos Aires en 1946. Tenemos constancia, eso sí, de que Federico García Lorca leyó en público Bernarda Alba al menos en dos ocasiones: el 24 de junio de 1936 en casa de los condes de Yebes (Morla Lynch, 1959: 483) y el 15 de julio de ese mismo año en la casa del doctor Eusebio Oliver (Cano, 1969: 124). Ha sido tradición suponer, por tanto, que el poeta granadino terminó de escribir Bernarda Alba antes del verano de ese año. Esta posible fecha no ha sido nunca discutida por los filólogos, hasta que el 25 de marzo de 2008 se hizo público el descubrimiento de un manuscrito desconocido de La casa de Bernarda Alba entre los papeles del entonces recientemente fallecido Pepín Bello (Huesca, 1904–Madrid, 2008).

El manuscrito “z”, como se le ha llamado desde entonces, presenta diversas peculiaridades que han levantado ciertas dudas acerca de su origen y fecha de composición. En primer lugar, el manuscrito “z” introduce una importante subtrama en la peripecia dramática de la obra. En él, La casa de Bernarda Alba
no es sólo una historia sobre la represión sexual y religiosa; es también la historia de un pueblo, una casa y, por antonomasia, la historia de un país sitiado por un grupo de seres misteriosos de los que únicamente sabemos que, a pesar de estar muertos, caminan, se alimentan de carne cruda y, sobre todo, asesinan a los vivos.

Este añadido no es gratuito; muy al contrario, si la versión “original” de Bernarda Alba
que hemos conocido siempre ya es de por sí una obra tensa, en el manuscrito “z” esta tensión crece hasta el punto de hacerse insoportable, ya que el drama familiar se ve acentuado por la constante amenaza del enemigo nocturno, quien puede hacer acto de presencia en el momento más insospechado. Lo que es más, la presencia de esos seres caníbales y sin alma no hace sino subrayar el carácter premonitorio de la obra de Lorca. Si en Así que pasen cinco años Lorca puso fecha exacta al momento de su muerte[1], en el manuscrito “z” de La casa de Bernarda Alba nos da una imagen muy precisa (aunque con tintes fantásticos y folclóricos) de lo que sería la Guerra Civil.

Pero ¿quiénes son esos seres misteriosos que aterrorizan el pueblo donde Bernarda Alba habita con sus hijas? García Lorca llega incluso a darles nombre, y es precisamente aquí donde nos topamos con el problema filológico más importante del manuscrito “z”, ya que se nos dice que estos seres son “zombis”.


LOS ZOMBIS Y GARCÍA LORCA


¿Es verosímil que Federico García Lorca escribiera el manuscrito “z” de La casa de Bernarda Alba
antes de la Guerra Civil? ¿Se trata realmente de una versión previa que fue finalmente desechada por su autor? La respuesta a estas preguntas depende, en buena medida, del confuso empleo de la palabra “zombi” en el manuscrito.

Por Pepín Bello sabemos de la profunda impresión que una película titulada La legión de los muertos sin
alma (White zombie, 1932) produjo en Federico García Lorca. Se trataba de una película de Béla Lugosi que tiene la peculiaridad de ser la primera obra de ficción en que aparece un zombi denominándoselo como tal. La insistencia con que el término “zombi” se repite en el manuscrito “z” no es, por lo tanto, anacrónica y la autoría de Lorca queda en parte justificada por el dato proporcionado por Pepín Bello... si es que estaba diciendo la verdad.

Ahora bien, los zombis de La legión de los muertos sin alma
son muy diferentes a los que vemos en el manuscrito “z” de La casa de Bernarda Alba o en películas posteriores. Hoy en día, gracias a las investigaciones de Zora Neale Hurston y, especialmente, las de Wade Davis, sabemos que la zombificación de un ser humano se provocaba mediante las prácticas haitianas de vudú utilizando una combinación de tetrodoxina (o veneno de pez globo) y de un extracto alcaloide de la planta de estramonio, que posee propiedades disociativas (Davis, 1985: 23). Al ingerir este compuesto, quedan suprimidas todas las funciones volitivas, aunque el sujeto retiene su capacidad motriz, así como un estado superficial de conciencia que le permite seguir órdenes (algo que nos recuerda a los métodos empleados por Hasan Ibn as-Sabbah y su secta de asesinos). En la práctica del vudú se hacía beber a ciertos seres humanos el compuesto descrito antes con el objeto de convertirlos en esclavos. La idea de una criatura sin mente gobernada por la voluntad de su maestro se acerca, pues, a la realidad histórica del zombi, y ése es precisamente el tipo de zombi representado en La legión de los muertos sin alma.

El problema es el siguiente: a pesar de que en el
manuscrito “z” se utiliza más de una vez la expresión “los sin alma” (expresión que parece, sin duda, inspirada por el título en castellano de la película), el carácter de los zombis lorquianos resulta muy diferente al de los de la película de Lugosi.

Algunos filólogos se han apoyado en este hecho para cuestionar la atribución a Lorca de la autoría del manuscrito “z”. Los zombis de La casa de Bernarda Alba
no tienen dueño; andan por los campos a sus anchas, sin dirección ni concierto, y no parecen haber sido transformados en lo que son por obra de ningún veneno, sino por la mordedura de otros zombis o, a lo sumo, por contagio. Si el tipo de zombi que había en el imaginario popular de los años treinta era el del zombi envenenado, es decir, los zombis de Haití o los de la película de Lugosi, ¿de dónde surgen las criaturas sin dueño de Lorca? Para Ian Gibson la respuesta es clara: de George Romero.

¿UN TIPO ANACRÓNICO DE ZOMBI?


En efecto, los zombis que nos encontramos en el manuscrito “z” de Bernarda Alba son semejantes al tipo popularizado por las películas de Romero, desde La noche de los
muertos vivientes (1968), hasta El diario de los muertos vivientes (2007). Un ser humano no se convierte en zombi mediante un acto de dominación, sino como consecuencia de la cadena trófica; dicho de otro modo, a pesar de estar muertos, los zombis necesitan alimentarse para sobrevivir y el componente primario de su dieta es la carne humana. Al ser mordido por un zombi, el humano se convierte, a su vez, en uno de ellos. El zombi de Romero no es, por tanto, una metáfora del poder, sino una metáfora de la condición humana: al seguir un mero instinto de supervivencia desprovisto de conciencia moral, el ser humano (y el zombi) extiende este mismo comportamiento hacia sus semejantes, que lo imitan perpetuando un modo de vida deshumanizado y mecánico.

La lectura política de esta metáfora es evidente tanto en la obra de Romero como en el manuscrito “z”, máxime si tenemos en consideración la Guerra Civil. Gibson se basa en esto para afirmar que no debemos buscar en Lorca la autoría del manuscrito “z”, sino en algún autor posterior al estreno de la primera película de Romero (Gibson, 2009: 78). Por plausible que nos parezca la teoría de Gibson, los nombres que aventura como posibles autores del manuscrito “z” (Vila-Matas, Juan Manuel de Prada) son, cuanto menos, discutibles, pese al gusto del primero por la falsificación literaria con objeto lúdico, y la acusada tendencia del segundo hacia el revisionismo histórico. Si Gibson está en lo cierto y el manuscrito “z” es una versión alterada del original lorquiano incorporando elementos de La noche de los muertos vivientes
, tendríamos que buscar al autor de los añadidos en Pepín Bello. Sus declaraciones acerca de la afición de Lorca por los zombis (Castillo y Sardá, 2007: 48) son anteriores al descubrimiento del manuscrito “z”, lo cual implica que Bello bien pudiera haberlas hecho mintiendo en la esperanza de que alguien las usara para atribuir a Lorca la autoría del manuscrito que dejó bien a la vista dentro del primer cajón de su escritorio. La redacción de este manuscrito sería, por tanto, una broma literaria (o quizá algo más) de Pepín Bello, nuestro “arquetipo genial de artista sin obras”, como lo definió Vila-Matas, dando, al hallarse el manuscrito “z”, un último retruécano a este oxímoron imposible: cuando, por fin, se descubrió que había dejado una obra, la hizo pasar por la obra de otro.

EVIDENCIAS FÍSICAS DEL MANUSCRITO


La participación de Pepín Bello en el texto que
presentamos queda, a nuestro parecer, fuera de toda duda. En cuanto a la fecha de redacción, no podemos estar tan seguros. Aunque Gibson parece pisar terreno firme al fijarla después del 68, existe la clara posibilidad de que el manuscrito “z” date de antes del año 36.

Dicho “manuscrito” en realidad no es tal, pues se trata de un documento mecanografiado. Un análisis tipográfico ha demostrado que fue redactado con una máquina Olympia Modelo 7
(Malarrama, 2008: 76). Este modelo empezó a fabricarse en Hamburgo hacia 1930, siendo sustituido cuatro años más tarde por el Modelo 8. Por supuesto, no podemos tomar como prueba concluyente la fecha de fabricación de la máquina, pues bien pudo Pepín Bello buscar una máquina anterior a la guerra para producir, muchos años más tarde, su falsificación literaria. Por desgracia, no ha sido posible localizar ninguna Olimpia Modelo 7 en casa de Pepín Bello y, lo que es más, entrevistas a sus familiares han confirmado que la única máquina de escribir que poseyó desde principios de los sesenta fue una Underwood (Malarrama, 2008: 80).

Pero aun si el análisis que llevó a identificar la máquina como una Olympia
fuera erróneo, el manuscrito “z” presenta, además, una peculiaridad que hace imposible afirmar que fuera escrito en los años sesenta con la Underwood que Pepín Bello tenía entonces. Al parecer, el tipo correspondiente a la letra “p” debía de estar roto, pues Pepín Bello sustituye sistemáticamente este fonema por su equivalente oclusivo sonoro: la letra “b”. Lo mismo ocurre con la “t” y la “d”. En el manuscrito “z” se leen, pues, pasajes como el siguiente:

Angusdias
: (Endrando furiosa en escena, de modo que haya un gran condrasde con los silencios anderiores.) ¿Dónde está el retrato de Bebe que denía yo debajo de mi almohada? ¿Quién de vosodras lo diene?

Mardirio
: Ninguna.

Amelia
: Ni que Bebe fuera un San Bardolomé de blada.

Angusdias
: ¿Dónde esdá el redrado?

Un examen reciente de la Underwood de Pepín Bello confirma que todos sus tipos de metal suben correctamente hacia la cinta, incluyendo por supuesto las letras “p” y “t”, lo cual hace imposible que el manuscrito “z” fuera escrito en dicha máquina después del 68. Esta afirmación la corroboran las declaraciones de Puri, su criada: “En todos los años que pasé de servicio en casa del señor Bello, jamás oí, ni una sola vez, el tecleo de su máquina de escribir” (Castillo y Sardá, 2007: 230). Era de esperar tratándose del “arquetipo genial de un artista sin obras”... Ahora bien, para convertirse en dicho arquetipo Pepín Bello tuvo que recorrer un largo y duro camino. Uno no se transforma en un artista sin obras de la noche a la mañana; pues, como en todas las disciplinas y aspectos de la vida, debe haber primero un proceso de aprendizaje, y en el caso que nos ocupa, dicho aprendizaje ha de pasar forzosamente por la escritura. Aunque a primera vista pueda parecer incompatible con la lógica, para que un artista sin obras sea considerado “genial” es condición necesaria que, antes de no tener obras, haya escrito algo. Es decir, justo lo contrario de lo que pasa con el común de los mortales. Y ¿por qué es necesario que haya escrito algo? Pues para demostrar que puede hacerlo
(condición esencial del artista) y que, sin embargo, su total rechazo a la idea de obra le ha llevado a borrar su nombre de la página impresa, o incluso a atribuir la autoría de su obra a otra persona.

¿Es esto lo que ocurrió cuando Pepín Bello escribió
el manuscrito “z” de La casa de Bernarda Alba? Así lo creemos. El Modelo 7 de la Olympia Büromaschinenwerke A.G. tenía un pequeño defecto, por el que, como decíamos antes, fue sustituida tan solo cuatro años después por otro modelo. Los tipos no salían bien engrasados de fábrica y era común que algunos de ellos no subieran correctamente hacia la cinta durante los primeros años de uso de la máquina, cuestión que, por lo general, quedaba solucionada cuando el metal de los brazos sufría el suficiente desgaste. Por lo tanto, Pepín Bello tuvo que escribir el manuscrito “z” al poco de comprar la máquina, es decir, entre 1930 y 1934, lo cual nos obliga a enfrentarnos a un hecho sorprendente: la versión que durante todos estos años hemos conocido de La casa de Bernarda Alba es, en realidad, un plagio de la versión original con zombis que escribió Pepín Bello.

EVIDENCIAS INTRATEXTUALES DEL MANUSCRITO


No se nos podrá acusar de hacer una afirmación tan arriesgada basándonos únicamente en la marca y modelo de una máquina de escribir. La hacemos apoyándonos también en argumentos estrictamente intra-textuales: el manuscrito “z” de La casa de Bernarda Alba
(que en esta edición y por motivos puramente comerciales hemos rebautizado como La casa de Bernarda Alba zombi, manteniendo el nombre de Lorca como autor) es a todas luces superior al de Lorca. O, si no queremos usar esa palabra, digamos al menos que es más lorquiano que Lorca.

La versión que hasta ahora conocíamos de La casa de Bernarda Alba
siempre ha planteado enormes problemas a los especialistas a la hora de situarla dentro de la trayectoria dramatúrgica de su autor. ¿Es un drama o una tragedia? (Josephs y Caballero, 1976). Si es un drama, según afirman Josephs y Caballero, nos encontramos ante una obra atípica en una trayectoria en la que abundan las tragedias. Pero no es éste el único detalle que se sale de lo habitual. Tampoco son habituales la desnudez, la contención de su lirismo y su sequedad, en comparación con el resto de su obra.

La explicación es sencilla: esto es así porque no la escribió él. García Lorca se limitó a podar la obra que había escrito Pepín Bello, extirpándole el elemento exótico, ajeno a lo estrictamente hispano, es decir, los zombis; reduciendo de esta manera a un nivel tolerable el juego de sangre y violencia. Pero Pepín Bello conocía a Lorca mucho mejor de lo que Lorca se conocía a sí mismo. Sabía que bajo su lirismo y su imaginario folclórico Lorca buscaba ocultar una terrible realidad: la de una sociedad que castraba no sólo la homosexualidad, sino todo tipo de sexualidad. Lo que hizo Bello en el manuscrito “z”, es decir, en la versión original de La casa de Bernarda Alba
, fue hacer lo que nunca se había atrevido a hacer el propio Lorca: poner en un primer plano la rabia y la violencia que siempre ha latido, aunque de manera tímida, bajo el lirismo del Lorca poeta y del Lorca dramaturgo.

Tomemos como ejemplo el personaje de María Josefa, la madre de Bernarda. En la versión de Lorca se trata de un papel meramente incidental, mientras que en la de Bello, a pesar de tener aproximadamente la misma extensión, el personaje nos remite de manera inequívoca al drama personal de Lorca. En La casa de Bernarda Alba
zombi, al final del primer acto, María Josefa, dentro de su locura, declara que “quiere casarse con un varón hermoso a la orilla del mar”. Pero ¿qué varón la querrá a ella? “Los zombis”, dice Josefa, ellos “sí que saben cortejar”. Sexo y muerte son una sola cosa para ella, y aunque en el tercer acto dice tener miedo de la mordedura de zombi, “a veces... a veces tengo ganas de lanzarme a sus brazos”. ¿No es acaso esta unión de Eros y Tánatos, tan explícita aquí, la misma que vemos descollar tan sólo tímidamente en Yerma o Poeta en Nueva York? Pero no nos engañemos, Lorca jamás hubiera representado una imagen tan literal de su propia sexualidad como la de María Josefa sosteniendo una oveja muerta como si fuera un bebé. Tuvo que hacerlo Pepín Bello y, aun así, Lorca suprimió dicha imagen de la versión que acabó firmando con su nombre.

SIGNIFICADO DEL ZOMBI EN
LA CASA DE BERNARDA ALBA


Por novedosa que parezca la inclusión del elemento zombi en La casa de Bernarda Alba
, no se trata de la primera referencia a este tema que podemos encontrar en el imaginario lorquiano, o mejor dicho, en el imaginario de la Residencia de Estudiantes. Rafael Alberti contaba cómo Pepín Bello, durante su estancia en la Residencia, inventó la expresión “putrefactos” para designar a todas aquellas personas que, por una razón u otra, no eran del gusto de Buñuel, Lorca, Dalí o él mismo. Por extensión, le decía también “putrefactos” a los burgueses, los hipócritas, los reaccionarios, los sentimentales, los acomodaticios, etc. (Santos Torroella, 1995: 32).

Como todas las invenciones de Pepín Bello, ésta también se hizo colectiva, y el término pasó a ser utilizado también por sus compañeros. Tanto éxito tuvieron los “putrefactos” de Bello que Lorca y Dalí acariciaron durante largo tiempo un proyecto literario conjunto: la edición de un álbum comentado que incluyera todos los dibujos de “putrefactos” que ellos mismos y Pepín Bello habían hecho a lo largo de los años. El libro, como sabemos, jamás llegó a publicarse; aunque los “putrefactos” fueron exhibidos en una exposición de la Residencia en 1995, y reunidos finalmente en un catálogo.

Portada del libro de Rafael Santos Torroella
Los “putrefactos” de Dalí y Lorca (1995)

¿Hasta qué punto tienen que ver los “putrefactos” de Pepín Bello con los zombis de La casa de Bernarda Alba? Encontramos la respuesta en una carta que Dalí le escribió a Lorca en 1925. En ella se quejaba de que, aunque los expresionistas alemanes ya se habían encargado del tema de la denuncia de la putrefacción, lo habían hecho con saña y sin humor. “Esto es lo que distingüe los putrefactos de la Residencia de los que dibujaba Grosz”, decía Dalí. “Por lo de más estoi intentando conbencer a Pepín de que escriba de una vez por todas esa obra sobre los putrefactos a la que lleba dando bueltas desde hace tanto tiempo. Creo que como iniciador de todo este asunto es el único de nos otros capaz de plasmar el verdadero espíritu del termino. Claro que es tan bago...[2]” (Chirom, 2007: 20).

La carta de Dalí aclara, por tanto, el verdadero sentido de La casa de Bernarda Alba, que debemos identificar inequívocamente como “esa obra sobre los putrefactos a la que [Pepín Bello] lleba dando bueltas desde hace tanto tiempo”. Los zombis que rodean el pueblo donde viven Bernarda Alba y sus hijas simbolizan la misma horda reaccionaria e hipócrita que hizo estallar una Guerra Civil en España, dándose la paradoja de que la misma Bernarda es incluso más reaccionaria e hipócrita que los “putrefactos” que rondan su pueblo. La casa de Bernarda Alba zombi, por tanto, no da respuestas fáciles, no señala maniqueamente con el dedo a un responsable. Todos somos culpables, nos está diciendo, con independencia de la clase social...o de si estamos vivos o muertos.

EL PRÓLOGO EN LA CASA DE BERNARDA ALBA

Una de las diferencias más notables del manuscrito “z” respecto al texto de Bernarda Alba considerado canónico hasta el momento es la inclusión de un extenso prólogo. Sabemos que su autor es el mismo que el del resto de la obra, porque se repiten en él los mismos errores tipográficos o por la continuidad del estilo. La gran duda en este caso reside en saber por qué Bello optó por introducir este prólogo, del que no hay ningún indicio en la edición “original” de Bernarda Alba y las repercusiones que esta adición tienen en la estructura dramática de la obra.

El prólogo en sí no es un prólogo a la “obra”, sino un prólogo a la “fábula”. Es decir, no se trata de anotaciones, comentarios o “instrucciones” que informen al receptor de determinadas características o asuntos que un lector (habitualmente un crítico o un entendido en el tema) considera destacables. No se trata, pues de un prólogo como el que el lector está leyendo ahora mismo, sino que se trata de un prólogo, digámoslo así “diegético” puesto que está introducido dentro del mundo de ficción, aunque, al mismo tiempo, está fuera de la historia en sí, y nos prepara para ella.

Sin embargo, no entraremos aquí en esta cuestión, sino que nos centraremos en la dificultad técnica que el prólogo implica. Una dificultad importante, en tanto que plantea la cuestión de cómo concebía el propio Bello la obra, y que atañe a la transmisión del contenido. Este interrogante parte del concepto de representabilidad, y nos obliga a preguntarnos qué condiciones o qué métodos había concebido el autor para la representación teatral del prólogo. La extensión de éste, sin ser exagerada, sí es claramente excesiva para la puesta en escena, al menos para una puesta en escena ordinaria. Si a esto añadimos que el prólogo es esencial para la comprensión de algunos personajes (en especial para comprender el personaje de Pepe el Romano, verdadero protagonista ausente de la obra) es imposible no preguntarse cómo había pensado hacer llegar el texto a un hipotético público. Al fin y al cabo, escribir una obra de teatro implica escribir un texto para la dramatización, una palabra que debe salir del texto y cuyas formas han de ser representables.

No podemos ignorar que, desde los tiempos en los que la impresión de la obra teatral se concebía como mero apoyo para los actores, hasta el siglo XX, el camino de la obra de teatro escrita había seguido un camino radicalmente opuesto al que comentamos. En el siglo XX la obra de teatro tenía más que asumida su condición de producto textual autónomo y, en realidad, los movimientos de renovación teatrales buscaban más bien reconquistar las esencias “espectaculares” renovando las formas de representación. Por otra parte, autores como Shaw o el propio Valle, sin desvincularse de estas ideas de renovación (sobre todo el último) habían profundizado en el carácter inscritural del relato, unciendo con la enseña del estilo los elementos parateatrales del texto.

Teniendo en cuenta este contexto, y con las pruebas que tenemos hoy en día, podemos especular con tres destinos posibles para el prólogo:

a) La primera opción es que Bello no llegó a plantearse nunca la representación de la obra. Esta opción, de hecho, es bastante plausible, pues, como hemos visto ya, la gran obra de la vida de Bello fue, justamente, la ausencia clamorosa de legado literario. Si algún motor tuviese la obra, considerando esta opción, sería que Lorca se apropiase de ella en el futuro introduciendo los cambios que considerara oportunos. La extensión del prólogo, por tanto, no tendría ninguna importancia.

b) Pepín Bello podría haber especulado con la posibilidad de que el prólogo fuese leído por un narrador antes de dar paso a la obra. Según esta teoría, Bello se habría reservado este papel para sí mismo. Esto es lo que se deduce de una holandesa encontrada entre los papeles del manuscrito “z” en los que se lee (más bien se intuye, pues la tinta está casi borrada) el siguiente texto:

Se levanda el delón.

Bello: No hay cerdeza ni modo de obdenerla acerca de...

c) Poco después de haber visto el documental de Buñuel sobre Las Hurdes (1932) Bello escribe a Carlos García Fernández (García Fernández, 1974: 145) comentando la película. En un momento dado se lee:

Sobre aquel asunto, aún no sé cómo lo haré. Le he pedido a Luis que me ayude con los títulos y había pensado que podrías ser tú quien lo leyese. Había pensado en pintarte un bigote rizado y hacerte aparecer con un enorme bastón. Creo que será muy divertido.


Según cuenta Rubio García, Bello habría expresado en algún momento la idea de reproducir el prólogo en un cinematógrafo. La fusión del cine y el teatro ya había sido experimentada por algunos autores y estaba lo suficientemente de moda como para que Bello se plantease ironizar seriamente sobre el asunto. El plan consistiría en grabar a un actor declamando con gran ardor y gestualidad envuelto en el silencio de un cinematógrafo que todavía era esencialmente silente. Cada pocos segundos su imagen era interrumpida por intertítulos con el prólogo (Rubio, 2003: 193).

Podríamos abundar en otros aspectos y novedades que el texto de La casa de Bernarda Alba zombi aporta al que antes conocíamos, pero preferimos que los descubra el lector por sí mismo: le invitamos, por ejemplo, a localizar los sutiles anacronismos del prólogo que Pepín Bello escribió para situar ucrónicamente el tema zombi en la España del siglo XIX, a meditar sobre la ambigüedad con que se presentan los hechos relativos a la muerte de Pepe el Romano al final de la obra, o a descubrir la relación que existe entre la misteriosa naturaleza de este personaje y la posibilidad, como se cuenta en el prólogo, de que haya zombis “mestizos”.

Aunque el objeto de esta introducción ha sido, en buena medida, demostrar la verdadera autoría de La casa de Bernarda Alba, no debe pensar el lector por esto que el mérito de Federico García Lorca es menor. Si Lorca no hubiera existido, Pepín Bello jamás la hubiera escrito; y aun en el caso de que La casa de Bernarda Alba zombi pudiera existir sin Lorca, ¿qué valor tendría de ir firmada con el nombre de otro? Si Pepín Bello le hubiera puesto su nombre, la obra hubiera sido un mero divertimento; sin embargo, firmada con el nombre de Lorca, la obra nos habla de él, de su drama oculto y, por extensión, del drama de todo un país. Felicitemos a Lorca, pues, por todas sus obras no escritas y por las que, todavía, quedan por escribir.


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[1] Al final del manuscrito de Así que pasen cinco años, Lorca anotó como fecha de finalización el 18 de agosto de 1931, justo cinco años antes del día de su muerte.

[2] Las faltas de ortografía figuran en el original, pues era habitual que Dalí las cometiera en sus cartas, no sabemos si deliberadamente, por afán de chanza, o porque, como aseguraba Pepín Bello, “era un bruto y un analfabeto” (Castillo y Sardá, 2007: 65). No podemos dejar de llamar la atención del lector sobre el aspecto daliliano que tienen los “putrefactos” que dibujaba Bello. Existe la posibilidad de que, en realidad, el modelo inspirador de sus “putrefactos” fuera precisamente Dalí. No porque su comportamiento fuera burgués o reaccionario como la gente a la que Bello aplicaba este adjetivo, sino porque Dalí era un verdadero renacido de entre los muertos. Dalí nació unos nueve meses después de la muerte de su hermano mayor, también llamado Salvador. A Pepín Bello le fascinaba y le aterraba a partes iguales la imagen de su amigo pintor visitando la tumba de su hermano y leyendo en la lápida su propio nombre, “como si él mismo hubiera salido de entre los muertos” (Castillo y Sardá, 2007: 69). Esto da pie a que podamos intepretar los zombis de La Casa de Bernarda Alba, especialmente a Pepe el Romano, con el que las hijas de Bernarda están obsesionadas, como equivalentes metafóricos de Salvador Dalí. ¿Acaso en el manuscrito “z” se nos está hablando de la sexualidad del propio Lorca, obsesionado por Dalí?

BIBLIOGRAFÍA

CANO, José Luis (1969) García Lorca: Biografía ilustrada, 2ª ed, Barcelona, Destino.

CASTILLO, David y SARDÁ, Marc (2007) Conversaciones con José “Pepín” Bello, Barcelona, Anagrama.

CHIROM, Daniel, dir. (2007) “Cartas de Dalí a Lorca”, en El Jabalí: revista ilustrada de poesía, nº17, año XII, Buenos Aires, El Jabalí. (pp. 13-26).

DAVIS, Wade (1985) The Serpent and the Rainbow, Nueva York, Simon & Schuster.

GIBSON, Ian (2009) Lorca y el mundo gay, Madrid, Planeta.

___________ (1988) Passage of Darkness: The Ethnobiology of the Haitian Zombie, Chapel Hill, NC, The University of North Carolina Press.

GARCÍA FERNÁNDEZ, Carlos (1974) Correspondencia, Madrid, Losada.

JOSEPHS, Allen y CABALLERO, José (1976) “La casa de Bernarda Alba: un drama andaluz”, en GARCÍA LORCA, Federico, La casa de Bernarda Alba, Madrid, Cátedra, 2003. (pp. 67-98).

MALARRAMA, Mordecai (2008) “A Typographical Examination of Lorca's Manuscript Z of The House of Bernarda Alba”, en Spanish Letters, vol. XVIII, nº 3, ed.Paul Preston, PaulInverness, Ness Publishing Co. (pp. 56-90).

MERBA, D. (1992) Así se escribe una Guerra, Buenos Aires, Sudamericana.

MORLA LYNCH, Carlos (1959) En España con Federico García Lorca (Páginas de un diario íntimo, 1928-1936), Madrid, Aguilar.

RUBIO GARCÍA, Juan José (2003), Renovación y desolación en el teatro español de preguerra. Universidad de Valencia, Valencia.

SANTOS TORROELLA, Rafael (1995) Los “putrefactos” de Dalí y Lorca; historia de un libro que no pudo ser, Madrid, Residencia de Estudiantes.


martes, 12 de mayo de 2009

Johnny cogió su fusil (Trumbo en el infierno de los otros I)



Sin lugar a dudas Johnny cogió su fusil (1939) es una de las obras más sobrecogedoras que sobre el dolor se hayan escrito nunca, una obra escrita con la bilis del horror, con la tristeza que sólo una guerra puede impregnar en el alma humana, su conciencia. Así, ese Johnny mutilado, muñón viviente que expresa su sentir golpeando la cabeza contra la almohada, es el reflejo certero de la prisión que es toda vida, prisión del espíritu, impotencia del ser en un mundo irracional, porque son irracionales los móviles, los edificios, los madrugones, el tráfico, la razón misma, que lleva al conflicto del yo el mero hecho de saberse indefenso en un mundo cuyo progreso le ha llevado a la más delirante incomunicación.

Joe Bonham, huérfano de miembros con los que sujetarse a la realidad que ha conocido desde la más tierna infancia, utiliza la cabeza para transmitir un mensaje reconciliable con la razón: “SOS, MATADME, POR FAVOR”. Y su lenguaje no es otro que el código morse, lenguaje binario, matemática del punto y la raya, auxilio que transmite el telégrafo básico de una cabeza golpeando contra la almohada húmeda. En su isla de tormentos, de sin razón, la noche es día y el día es noche, y no tiene referencias, desconoce su ubicación en el tiempo, en el espacio, consciente de su naufragio por el sueño de la razón.




La novela de Dalton Trumbo (Colorado 1905-1976) se sitúa junto a obras como ¡Abajo las armas! (1889) de Bertha von Suttner, primera mujer que recibió el premio Nobel de la Paz en 1905, Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) de Vicente Blasco Ibáñez, Sin novedad en el frente (1929) de Erich Maria Remarque, Adiós a todo eso (1929) de Robert Graves, Imán (1930) de Ramón J. Sender o Adiós a las armas (1932) de Ernest Hemingway, como una de las obras más representativas de un periodo en el que el listado de autores que narraron la crueldad de aquellos días fue amplísimo, habidas cuentas que los escritores de entreguerras bucearon con mayor o menor fortuna en un campo del que pocos permanecieron ajenos. Y del mismo modo que muchos de estos autores, sufrió la censura férrea de su gobierno, que no por ser más democrático se libraba de ejercer la tiranía en el Reino de la Letra Impresa. Fue una época en que el escritor estaba obligado a apoyar la causa de la guerra, de lo contrario estaría expuesto a la reprobación de una sociedad que se lanzaba de lleno a imposibles valores, a imposibles conceptos que debería regir la vida de la humanidad: llámense éstos capitalismo, comunismo o esa variante más nacionalista y expansionista llamada fascismo o nazismo[1]. El choque que se libró en aquel entonces fue la eclosión de todos los valores que desde la Revolución Francesa se venían fraguando en Europa: la industrialización, la colonización, las corrientes filosóficas y, en medio, el drama social de los más desfavorecidos. Trumbo, al hablar de la Gran Guerra, dice en el prólogo de Johnny:

Fue una temporada de generosidad; una etapa de alardes, bandas musicales, poemas, canciones, inocentes plegarias. Era un agosto palpitante y sin aliento a causa de jóvenes caballeros oficiales que pasaban noches prenupciales con muchachas que abandonarían para siempre. Uno de los regimientos escoceses, en su primera batalla, cruzó la trinchera detrás de cuarenta gaiteros con faldas de tartán, con la única misión de tocar sus instrumentos frente a las ametralladoras. Más tarde, había nueve millones de cadáveres cuando las bandas de música y los dignatarios emprendieron la fuga, el quejido de las gaitas nunca más volvería a ser el mismo. Fue la última guerra romántica [...] Sé que se trata de una idea peligrosa y no desearía llevarla demasiado lejos, pero la II Guerra Mundial no fue una guerra romántica.




Todavía estaba el mundo cicatrizando sus heridas cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, y aquí ya no hubo inocencia. El hombre sabía de lo que era capaz (ya se había usado gas mostaza en el Rif, ya se había desangrado en las trincheras de Verdún, ya había practicado grandes desembarcos militares como en Alhucemas, ya había bombardeado ciudades como la de Guernika). Ya no hubo inocencia, y antes de que la peor guerra de todas se librara, Dalton Trumbo se había metido dentro de la piel chamuscada de una de sus víctimas, para verlo desde dentro, para censurar cualquier guerra, cualquier gobierno que se atreviera a llevar a sus ciudadanos o a los ajenos a la muerte, para defender la libertad a ultranza del individuo, la vida.

No hace mucho nos impactaron casos como los de Terri Schiavo o Chantal Sébire, o las escarizadas películas de Alejandro Amenábar o Clint Eastwood. Pues bien, hace 70 años Johnny/ Trumbo le gritó a la libertad, escupió en pleno rostro a todos esos hipócritas, embusteros, ridículos gobernantes que siguen demostrando que el hombre es un lobo para el hombre, o peor, que la Razón no es más que una tara de la vida, una involución que vuelve al hombre más criminal cuanto más consciente es de su mal.

La novela de Trumbo es de una angustia sobrehumana, y en el estado en que Joe Bonham se encuentra solamente se puede desear la muerte. La pesadilla comienza en una cama, como si de una novela de Kafka se tratara. El silencio más absoluto se extiende dentro de nuestro héroe, porque está ciego y sordo, y en sus propios pensamientos, recuerdos, va tomando conciencia del drama en el que está inmerso. Para mostrarnos este proceso brutal Trumbo dividió la novela en dos partes: Los muertos y Los vivos, haciendo de ella una verdadera novela de tesis. En la primera parte ese Johnny que somos todos, va descubriendo las ausencias de su cuerpo, al tiempo que rememora sus días más felices en su Shale City natal, sus padres, sus amigos, los amores perdidos:


-Joe querido Joe Joe abrázame más fuerte. Deja tu bolsa y rodéame con ambos brazos y a brázame fuerte. Los dos brazos. Los dos. Tú en mis brazos Kareen adiós. En mis dos brazos. Kareen en mis brazos. Dos brazos. Brazos brazos brazos brazos. Constantemente entro y salgo del desmayo Kareen y tardo en darme cuenta. Estás entre mis brazos Kareen. Entre mis dos brazos. Los dos brazos. Ambos. Ambos.

La secuencia en que descubre Johnny la ausencia de sus brazos lleva al paroxismo y hace saltar las lágrimas. A Trumbo no le hace falta más para mostrarnos el horror que causa una guerra, la amputación de una vida, esa misma amputación que vemos todos los días y que nos enseña la televisión con cuentagotas, censores de una realidad terrible que se vive a miles de kilómetros del paraíso europeo que nos ha tocado vivir. Pero el nuestro es un paraíso de ciencia-ficción, imaginado ya por esos autores que conocieron las dos grandes guerras del siglo XX, como Huxley y Orwell. Y sin embargo Trumbo va más lejos, del mismo modo que Johnny, y descubre la realidad que le rodea:

Empezó a patear con los pies para mover aquello que estaba debajo de sus piernas. Sólo comenzó porque no tenía piernas para patear. En algún punto debajo de la articulación de las caderas le habían cortado las dos piernas.
Sin piernas. No más correr andar gatear si no tienes piernas. No más trabajar. Sin piernas ¿te enteras? [...] No tenía brazos ni piernas. Echó la cabeza hacia atrás y comenzó a gritar de terror. Pero sólo empezó porque no tenía boca para gritar. Se sorprendió tanto de no poder gritar que empezó a mover las mandíbulas como alguien que ha descubierto algo interesante y quiere comprobarlo. [...] Trató de mover las mandíbulas pero no tenía mandíbulas. Trató de pasar la lengua por el borde interno de los dientes como si estuviera buscando una semilla de fresa. Pero no tenía lengua y no tenía dientes. Tampoco tenía paladar. Trató de tragar pero no pudo porque no tenía garganta ni músculos para tragar. [...] Respiraba honda y aceleradamente pero en realidad no respiraba porque el aire no pasaba por su nariz. No tenía nariz.

Una vez descubiertos los síntomas de una existencia en donde la realidad se funde con el sueño, con lo irreal, el personaje-autor inicia una reflexión profunda sobre los conceptos de la libertad, y aquí el antibelicismo aflora en un verdadero manifiesto que se convierte en un grito por la vida, desmontando todos los argumentos de que se sirven los gobiernos para abocar a la destrucción al individuo. No caben aquí doble lecturas, concesiones a la duda:


Alguien dijo vamos a pelear por la libertad y fueron y se hicieron matar sin pensar una sola vez en la libertad. ¿Y al fin y al cabo por qué clase de libertad luchaban? ¿Cuánta libertad? ¿Y quién había concebido esa idea de la libertad? ¿Luchaban por la libertad de comer helados gratis toda la vida o por la libertad de estafar a cualquiera cuando quisieran o por qué? Si le dices a un hombre que no debe robar le quitas una parte de su libertad. Tienes que hacerlo. Por último ¿qué quiere decir libertad? Se trata simplemente de una palabra como casa o mesa o cualquier otra. Sólo que es una palabra especial. Un tío dice casa y puede señalar una casa para demostrarlo. Pero un tío dice vamos a luchar por la libertad y no puede señalarla con el dedo. No puede demostrar de qué está hablando así que ¿cómo diablos puede decirte que luches por ella?


El manifiesto se extiende durante todo el capítulo 10, el último de la primera parte. El siguiente, el undécimo, abre la segunda parte titulada Los vivos, y en ella Johnny luchará por atrapar el tiempo, cuantificarlo. Es la resistencia pírrica de un náufrago que contra todas sus adversidades es consciente de que la única forma de recuperar lo poco que tiene de humano es comunicarse con el mundo exterior. A través de las vibraciones de la gente que le rodea (enfermeras que cambian sus vendajes, le pasan una esponja húmeda por sus muñones, le cambian las sábanas), irá calculando los turnos que se suceden por sobre su cuerpo mutilado, y éstos le llevarán irreversiblemente a predecir con exactitud la hora del día, el momento sublime en que el sol tocará una parte mínima de su cuerpo. Procura contar todos los intervalos entre turno y turno, hasta atrapar en su quietud, en su prisión de cuerpo, el concepto de temporalidad. ¿Es real ese amanecer[2], o simplemente la ansiedad por verse liberada la conciencia le hace figurarse esos primeros rayos de la aurora? Así y todo, es su momento más feliz:


Oh Dios Dios gracias mi Dios pensó ya lo tengo y no me lo pueden quitar. Pensó he podido ver nuevamente el amanecer y desde ahora lo podré ver todas las mañanas. Pensó gracias Dios gracias gracias. Pensó aunque nunca pueda tener otra cosa siempre podré contar con el amanecer y la luz del sol por la mañana.


Si en un principio Johnny rastrea a lo largo de su memoria los minutos vividos, los libros leídos, los olores percibidos, los colores plasmados, este atisbo de realidad que eclosiona en un amanecer, no es sino el primer paso para atrapar el mundo del que ha sido desterrado (y nunca mejor dicho, dado que la existencia de Johnny no es muy diferente a la de un muerto que permanece insepulto), para hacerlo nuevamente suyo, mediante la comunicación. A partir de entonces la idea kierkegaardiana a través la cual la razón no puede alcanzar la realidad empieza a marchitarse: Johnny tiene que salir de sus pensamientos, saltar esa barrera que hay entre pensamiento y existencia, atravesarla si cabe, aprehender nuevamente esa realidad de la que ha sido arrancado y volver a los principios fundamentales de Hegel[3]. En esta nueva construcción del mundo hay mucho de evolución dialéctica, por cuanto Johnny, para orientarse en la realidad circundante y entreverada de sueños, tiene que hacer uso de la subjetividad, aplicando el esquema hegeliano del conocimiento. Así habrá de formular una tesis, una antítesis y una síntesis de todo lo que experimenta. Si una rata le mordisquea los muñones y después resulta que es una pesadilla, deberá aprender a discernir el sueño de la realidad:


Tal vez no había solución. Tal vez por el resto de su vida tendría que adivinar si estaba despierto o dormido. ¿Cómo podría asegurar me dormiré o bien acabo de despertar? ¿Cómo lo sabría? Y uno tiene que saberlo. Es importante. Era lo más importante que quedaba. Lo único que tenía era una mente y quería sentir que pensaba con claridad. Pero ¿cómo lo haría si no tenía una enfermera cerca o una rata sobre su cuerpo?




La lucha de Johnny es una huida hacia dentro, porque cuanto más se esfuerza por resucitar de esa muerte en vida, más lejos se encuentra del mundo real. Peter Sloterdijk, en su ¿Cómo tocamos al sueño del mundo? Conjeturas sobre el despertar. [Extrañamiento del mundo. Pre-Textos, 1998], dice: El mundo no me mantiene mucho tiempo aquí, se aleja de mí como una enfermera con cofia y amplio ropaje que apaga la luz tras de sí ¿Qué otra cosa puedo hacer más que dejarlo marchar de buena fe? [...] Lo que llamamos mundo existe sólo para seres que no tienen que estar preparados a cada instante para huir.

Desconozco si Sloterdijk pensaba en Johnny cuando escribió estas líneas, y sin embargo, lo cierto es que la enfermera se marchó. El general le colocó una medalla en su torso mutilado y le golpeó con los dedos la frente sudorosa: Lo que usted pide va en contra del reglamento, ¿quién es usted? Y Johnny se contesta que es el nuevo Mesías de los campos de batalla, y que le dirá a la gente ¡mirad cómo soy porque así seréis vosotros!


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[1] Francisco Ayala, en su Para quién escribimos nosotros (1949), que volvió a ver la luz en 1971 y en El escritor y su siglo [1990], al hablar del compromiso del escritor, señala: «¿Quién está hoy libre en él de posible falla a los ojos del perfecto patriota? El uno, porque es judío, y basta; el otro, por su apellido extranjero; aquél, por haber nacido en la línea de la frontera o haberse educado en Europa; aquel otro, porque tuvo un tiempo veleidades socialistas, o porque sirvió a la oligarquía y al capitalismo internacional; el de más allá, porque es hermano de Fulano, o porque él mismo, en tal emergencia... En resumidas cuentas, todo el que no sea un resuelto partidario del gobierno atrae la sospecha de pertenecer, dentro de la nación, al partido nefando e impreciso de la antipatria [...]».

[2]
Algo parecido pone Platón en boca de Sócrates, en el Fedón, al hablar con Cebes sobre lo que debe el alma considerar como real: «Porque cada placer y dolor, como si tuviera un clavo, la clava al cuerpo, la sujeta como con un broche, la hace corpórea y la obliga a figurarse que es verdadero lo que afirma el cuerpo. Pues por tener las mismas opiniones que el cuerpo y deleitarse con los mismos objetos, por fuerza adquiere, según creo, las costumbres y el mismo régimen de vida que el cuerpo [...]».


[3]
«La razón -dice Hegel- es la certeza consciente de ser toda la realidad. Esto quiere decir que una persona aislada es toda la realidad; en su separación no es totalmente real, pero lo que es real en ella es su participación en la Realidad como un todo. En la proporción en que nos vamos haciendo más racionales, esta participación va aumentando» Bertrand Russell: Historia de la Filosofía.