martes, 24 de febrero de 2009

Lewis y Clark a la conquista del Oeste (en busca de Jon Bilbao)


Que Jon Bilbao (Ribadesella, 1972) se ha convertido en poco tiempo en una de las promesas literarias más sobresalientes de nuestro país es algo comprobable. Baste señalar su novela
El hermano de las moscas o su magnífico libro de relatos Como una historia de terror, premio Ojo Crítico 2008.



Jon Bilbao, en un retrato
de Gabriel Pecot

Por otro lado, la legión de lectores que le sigue (en donde me incluyo) acecha las librerías buscando algo que se le haya escapado, al tiempo que espera la aparición de su siguiente trabajo (un escalofrío me recorre la columna con pensar qué tiene entre manos el escritor asturiano). Esto lo escribo mientras le contemplo fotografiado en la solapa de 3 relatos: Física familiar, Pequeñas imperfecciones, Preludio y consecuencias de un encuentro nocturno, libro con el que Bilbao obtuvo el Premio Asturias Joven de Narrativa 2005, y viéndole recostado en un sofá amarillo y con una sonrisa generosa, observo que su mirada no solamente va dirigida al objetivo de la cámara, sino que da la impresión de que se proyecta al futuro (tal vez al ahora, o a dentro de muchos años, como si el escritor estuviera tendiendo puentes por los que transitaremos los turistas de su imaginario).

Escribo sobre Bilbao y me digo que me faltan datos para completar una radiografía sobre él. En cualquier caso, todavía no ha llegado el momento de que un A.J.A. Symons nacional o foráneo busque las huellas del camino que está trazando. Aunque lo cierto es que ya hay algunas.

Sobre los autores que han influido en Jon Bilbao se han barajado algunos nombres, pero él lo tiene claro: le gustan Melville, Faulkner, McCarthy y Cheever. Y hay muchos más, como es evidente. En su blog, Las victorias parciales, nos va dejando, como Teseo en el Laberinto (señalaremos que nuestro escritor es Ingeniero de Minas y que conoce las profundidades de la tierra), un hilo perfectamente visible sobre algunas de sus últimas lecturas, sus intereses y sus impresiones.

Así y todo, echo en falta en los distintos artículos que he leído sobre Bilbao la referencia a una parte de su obra: las biografías sobre personajes históricos que ha publicado en El Rompecabezas.



Comento esto porque hay autores que se vienen asociando dentro de la narrativa juvenil, aunque en su momento fueron autores para público adulto: Julio Verne, Mark Twain, Roberto Louis Stevenson, James Oliver Curwood, Fenimore Cooper, Rudyard Kipling, Emilio Salgari o Jack London.

O bien comenzaron por esta línea, como Jordi Sierra i Fabra, Ángela Vallvey, Gustavo Martín Garzo, Elvira Lindo, Lorenzo Silva o Markus Zusak (el joven autor de La ladrona de libros).

U otros que hicieron obras expresamente dirigidas al público infantil como Roald Dahl, C. S. Lewis, José Saramago, Julio Cortázar, John Irving, Aldoux Huxley, Clarice Lispector o Joyce Carol Oates.



Jon Bilbao forma parte de este último grupo, y de su producción en estas lides (que en el cuadrilátero de la literatura también hay pesos, que es lo mismo que decir géneros) destaco Lewis y Clark a la conquista del Oeste. Y aprovechando el apunte pugilístico, aclararé que en el boxeo (como en la literatura) existen distintas técnicas para hacer caer a nuestro contrincante a la lona. Jon Bilbao demuestra manejarse muy bien en los distintos golpes. Podemos decir que en El hermano de las moscas nos tumbó con un crochet, que es un puñetazo describiendo una semicircunferencia directamente a nuestra cabeza. En Como una historia de terror utiliza el famoso derechazo o cross que, siempre en posición de guardia, ejecuta el golpe retrasando el puño hacia atrás y noqueándonos con fuerza cuando menos lo esperamos. Para Lewis y Clark a la conquista del Oeste y sus otras narraciones dirigidas al público infantil (y a quien guste leerlas), Bilbao utiliza el jab, vamos, un directo en la mandíbula. Es lo que tiene su narrativa, independientemente de sus lectores; y lo más crudo del asturiano: no se sirve de guantes a la hora de ponernos la cara hecha un cristo.


El jab, o cómo noquear
con un solo golpe

Dejando a un lado los asuntos del boxeo, señalar que en Lewis y Clark a la conquista del Oeste vemos el buen hacer de Jon Bilbao, y la limpieza de su estilo (la misma voz depurada que hemos visto en su novela y en sus relatos) es un verdadero ejercicio de literatura de primer orden.

Las huellas que arriba indicaba son aquí patentes, ya que Bilbao es un apasionado del salvaje Oeste, de la literatura que gira en torno a los pioneros que dejaron sus vidas, su pasado, para colaborar en la creación de un estado que hoy es la mayor potencia mundial. Si miramos entre líneas, veremos que en la literatura de Bilbao hay dos movimientos: lo salvaje y lo civilizado. Parece como si el conflicto del hombre moderno estuviera en esta dicotomía, de tal forma que el único modo de salvación sería reconciliarnos con nuestro lado más primigenio (pienso en Henry David Thoreau, otro autor fundamental para Bilbao). Y es que la coherencia del escritor asturiano es uno de sus sellos de identidad.



Lewis y Clark a la conquista del Oeste es un texto bello, bien trabado y escrito con el respeto que Jon Bilbao profesa por los héroes de antaño, aquéllos que se internaban por territorios inhóspitos, desconocidos, buscando ora un Dorado, ora la razón de su propia existencia.


martes, 17 de febrero de 2009

Cuentos del Zoco Chico (folclore del Marruecos actual)


Para comprender el interés por la cuentística popular de Marruecos habría que remontarse primero a los africanistas (muchos de ellos militares y vanguardia de lo que se llamó “marroquismo”), y después a los arabistas españoles, que observaron que para conocer al vecino del sur no bastaba con estar todo el día hincando codos frente a los textos del Escorial que no logró quemar el cardenal Cisneros (los primeros que pisaron la tierra africana, se encontraron con que no había forma de entenderse con los nativos, ya fuera porque lo que se hablaba allí era árabe dialectal o amazigh, para cuya transcripción se utiliza el alfabeto berbero-líbico, que se remonta a los fenicios).


El amazigh es la tercera lengua más

hablada en Cataluña, no el árabe


El caso es que se hizo necesario el trabajo de campo (aunque el camino había quedado bastante allanado con el franciscano José María Lerchundi y su Vocabulario español-arábigo del dialecto de Marruecos, publicado en 1893), y las tesis y los escritos sobre esa tierra llamada a ser colonia española llenaron los anaqueles de las bibliotecas. De la noche a la mañana, el arabismo español marcó la diferencia con figuras de la talla de Miguel Asín Palacios (recordado por su Escatología musulmana en la “Divina Comedia”) o Emilio García Gómez (discípulo del anterior y autor de Los poemas arabigoandaluces, que tanta luz arrojó a la Generación del 27). Al mismo tiempo el medievalismo veía que mucho de nuestra esencia se había ido por el Estrecho, de ahí que fuera necesaria una recuperación de la memoria histórica. Pensemos en la recopilación de romances judeoespañoles de Menéndez Pidal, el Romancero judío del norte de Marruecos, de Arcadio de Larrea, los Textos árabes en dialecto vulgar de Larache, de Alarcón y Santón, los Cuentos de Yeha, de García Figueras, los Cuentos populares marroquíes, del hispanista Ibn Azzuz Hakim… Pero como se puede observar, sólo se trata de la punta del iceberg, y como prueba está la continuidad que siguen autores como Dolores López Enamorado, El Hassane Arabi o Zoubida Boughaba Maleem.

Esto respecto al cuento oral. Pero las sorpresas no se iban a acabar.

En 1987 la Editorial CantArabia publicó un curioso libro preparado por el tetuaní Mohamed Chakor, Encuentros literarios: Marruecos-España-Iberoamérica. Lo que tenía de particular esta obra (a parte de los estudios sobre la presencia de Marruecos en la literatura española o lo árabe en la literatura hispanoamericana) era la constatación de que en Marruecos había autores que habían elegido el castellano como medio de expresión escrita (se recoge la biografía de diecisiete ensayistas y poetas). Esto fue un adelanto. En 1996, en Ediciones Magalia, apareció Literatura marroquí en lengua castellana, en donde Mohamed Chakor colaboraba mano a mano con el chileno Sergio Macías (uno de los artífices del anterior libro). La propuesta fue aplaudida por numerosos apasionados de Marruecos, como Juan Goytisolo o Antonio Gala.

En Literatura marroquí en lengua castellana se divide a los hispanistas marroquíes en dos generaciones: la primera, que va de la década de los cuarenta a los sesenta, incluyendo doce autores; y la segunda, que va de los setenta a los noventa, con veinticuatro. Junto a las biografías, se acompañan algunos fragmentos de sus escritos. Y un detalle a destacar: no todos los autores que aparecen profesan el islam, sino que también los hay judíos (a este respecto, en 2007, EntreRíos, Revista de Artes y Letras publicó un monográfico titulado Al-Ándalus, el paraíso, en donde asomaban muchos de los escritores incluidos en la antología de Mohamed Chakor y Sergio Macías, y con un aporte interesantísmo de autores que escriben en ladino).

Si bien los escritores marroquíes en lengua castellana se dedicaban al ensayo, a la poesía y, en menor medida, al relato, debieron pasar muchos años hasta que uno de ellos se atreviera con una novela. Esta labor la llevó a cabo Mohamed Sibari en 1993, con El Caballo.

Catorce títulos después (en los que se incluyen novelas, cuentos y poemas), este escritor de Larache nacido en 1945, nos ha traído un nuevo regalo para nuestros oídos (sí, oídos, ya que la suya es más una prosa oral que escrita, en donde el folclore se reinventa para reconstruir la historia del Marruecos colonial hasta nuestros días).


De Larache al cielo en su traducción al francés


Los cuentos de Mohamed Sibari siguen siempre un patrón muy estudiado, como observamos en Cuentos de Larache, Relatos de las Hespérides, Relatos del hammam, Pinchitos y divorcios, El babuchazo o, este último al que hacíamos referencia, Cuentos del Zoco Chico.

No por menos, Sibari encabeza las narraciones con una fórmula inicial del patrimonio narrativo marroquí: “Había lo que había. Que Dios sea en cada morada. Había lo que había, la albahaca y los lirios en el regazo del Profeta”. Todo responde al acervo de la cuentística marroquí, cuentística ancestral que se pierde en la noche de los tiempos. A buen seguro que, ese otro rastreador del folclore marroquí llamado Paul Bowles, hubiera disfrutado con las narraciones del larachense.


Paul Bowles y Mohammed Mrabet, la feliz

simbiosis entre el texto escrito y la oralidad


No he estudiado la genealogía de Sibari (voy a obviar esa localidad de Calabria y a su monstruo Síbaris, que por otro lado me recuerda en algo al dragón Ladón que custodiaba el jardín de las Hespérides), pero no me extrañaría que por sus venas corriera sangre granadina, ya que se sabe que actualmente 3.000.000 de marroquíes son descendientes del Reino de Granada, y Mohamed Sibari es digno heredero de la tradición andalusí.

Heredero de la picaresca, que nos recuerda al Kitab al-bujalá (o Libro de los avaros) del escritor de Basora Al-Yahiz, por no nombrar las maqamat de las que Mohamed Akalay dejó un estupendo trabajo en Las maqamat y la picaresca: al-Hamadani y al-Hariri; Lazarillo de Tormes y Guzmán de Alfarache. Heredero de la fina ironía con que teje sus historias.


Mohamed Sibari


Baste un breve fragmento extraído de El caid Melali, uno de los relatos que comprenden el libro:

El viejo “alfaquih Zeruali” casó a su hijo menor Ali. El muchacho sólo tenía dieciséis años y, la novia, quince. El padre de la chica era una especie de Ibarretxe a la moruna. Aparte de persona conflictiva, tenía el vicio de pedir prestado a sus amigos, familiares y conocidos, nunca devolvía el dinero que le prestaban, y cuando se lo pedían, se enfadaba. Era también adicto a los pleitos y su dirección y código postal eran el caidato.

En el prólogo de El babuchazo, el escritor español nacido en Larache, Sergio Barce, nos dice:

Siempre he creído que Sidi Mohamed Sibari es un viejo zorro que juega con sus lectores para, con la sencillez de su verbo, con la candidez de sus tramas, someterlos a su crítica y a su compromiso moral y ético. Ya lo ha hecho en otros libros cuando, tras una divertida peripecia, censura a esos maridos que maltratan a sus mujeres o las utilizan para satisfacer su vanidad, o cuando, bajo una aparente historia anodina, florece su más ácido reproche a quienes utilizan el poder, el dinero o la posición para corromperse o corromper a los demás. Mohamed Sibari es, pues, el auténtico cuentista tradicional marroquí, pero que ha sustituido la plaza pública, el mercado o el zoco por la letra escrita.

Como conclusión, señalar que los cuentos de Yeha o Nasrudín tienen en Mohamed Sibari un alumno aventajado, digno sucesor de la fantasía y el buen gusto del folclore marroquí.

Aquéllos que tengan interés por esta fusión de culturas a través de los libros, en el siguiente enlace aparece un pequeño catálogo que compuso el Instituto de Cervantes de Casablanca en 2008:

http://www.cervantes.es/imagenes/File/biblioteca/casablancha_cartel_folleto.pdf

Y en éste otro hay una buena relación de libros con Larache como trasfondo:

www.laracheenelmundo.com/nueva/pdf/recomendados.pdf


miércoles, 11 de febrero de 2009

El espejo del amor (poesía contra la exclusión)


Volviendo al post anterior, debemos decir que todo el mundo tiene sus zombis. Para que nos entendamos, si para Sartre el infierno eran los otros, los grupos discriminados siempre verán en el “otro” su zombi particular. El que es excesivamente obeso se sentirá acorralado por zombis. El feo de necesidad también. El judío, perseguido por legiones de zombis, sufrió una pandemia llamada nazismo. Los palestinos tienen sus zombis en los israelíes. La Libertad en Al-Qaeda… No sé, acaso sea una tontería lo que digo, pero lo que está claro es que el terror acecha siempre a los excluidos. Y evidentemente, los que excluyen son unos descerebrados, como no puede ser menos.



Un tanto de lo mismo ha sucedido siempre con la homosexualidad, y la rebelión, el hasta aquí hemos llegado, se llamó Stonewall, y sucedió hace 40 años (el 28 de junio es el aniversario). El caso es que, en esta época, los más marginados de los marginados, los transexuales y los travestis, se reunían en el pub Stonewall Inn, un local regentado por la mafia (no es difícil imaginarse el pub Wincherter en la película de Edgar Wright, Shaun of the dead, o como se la llamó aquí en una extraña traducción, Zombie party). Ese día la policía de Nueva York hizo una de sus redadas de limpieza en el pub (como hacía con frecuencia), pero esta vez los parroquianos no estaban con el horno para bollos: Judy Garland (la protagonista de El mago de Oz, que se había convertido en icono de la comunidad gay) se había suicidado el 22 de junio. El luto se transformó en rabia, y se sublevaron al grito de “gay is good”. Se armó la de San Quintín, y en esta ocasión los gays y las lesbianas no miraron para la otra acera (como venían haciendo cuando los acosados eran transexuales y travestis), sino a la calle Cristopher, y en concreto al número 53, que era donde se encontraba el Pub Stonewall Inn.


A algunos no les queda otra que
hacerse pasar por zombis


Lo demás está en las hemerotecas, o bien en un magnífico libro de Edmund White titulado La hermosa habitación está vacía.

Es evidente que en cada país la lucha por los derechos de los homosexuales se vive de forma distinta, pero Stonewall significó la globalización de esta lucha, la resistencia.

Pero esta particular Guerra Mundial Z estaba en pañales. Se había ganado una batalla, pero había muchos frentes.

En 1986 se introdujo una enmienda al Acta de Gobierno Local en el Reino Unido llamada la Sección 28. Mediante dicha cláusula se prohibía toda promoción de la homosexualidad y la enseñanza de la aceptabilidad en las escuelas, de tal modo que la comunidad homosexual comenzó a sufrir una auténtica caza de brujas, acusándosela injustamente de, entre otras cosas, extender el SIDA.

Aquí entró en escena el escritor y guionista de cómics Alan Moore. Este autor nacido en Northampton en 1953, conocido por obras como V de Vendetta, La saga de la Cosa del Pantano, La liga de los caballeros extraordinarios o From Hell, se sintió inclinado rápidamente por el compromiso de batallar contra la Sección 28, colaborando en la antología de cómic AARGH! (Artist Against Rampant Government Homophobia). El cómic se publicó en la propia editorial de Alan Moore, en Mad Love Publishing, en 1988, cuyos beneficios fueron a parar a la Organisation For Lesbian And Gay Action. Dentro de esta obra se incluía The mirror of love, un poema épico en prosa que recorre la historia de la homosexualidad desde la misma aparición de la vida en la Tierra. Esta técnica de reconstrucción partiendo de los orígenes la volverá a usar Alan Moore en su novela Voice of the fire, que vio la luz en 1996 y donde recoge los distintos periodos históricos de su ciudad natal, Northampton, hasta la actualidad.

The mirror of love vuelve a ser noticia gracias a su traducción en Ediciones Kraken: El espejo del amor.




Los culpables de este proyecto se llaman José Villarrubia y Roberto Bartual. El primero aporta la amistad que tiene con Alan Moore, con quien ya colaboró en Promethea y en su novela Voice of the fire, y un magnífico material fotográfico que acompaña al texto, fusionando el poema épico con las imágenes de tal modo que el aporte visual convierte la lectura en una experiencia inolvidable, donde queda coaligado el amor y el arte. La versión al castellano se la debemos a Roberto Bartual, escritor y traductor que, entre otras obras, cabe destacar la celebrada traducción de Cumbres borrascosas (que por primera vez en España incluyó las ilustraciones de Balthazar Klossowski de Rola, más conocido por Balthus) en ese otro buque insignia de la calidad y el buen gusto, Artemisa Ediciones.

Lo dicho sobre El espejo del amor: un equipo perfecto para uno de los libros más elegantes de 2008 y de lectura obligada.

lunes, 9 de febrero de 2009

La carretera (novela post-apocalíptica)


S
eamos realistas: el mundo, tal y como lo conocemos, se va a acabar. Antes o después.

Los precedentes están ahí, en nuestra biblioteca. Platón ya nos narró en Timeo y Critias el destino de la Atlántida. El culpable fue el Diluvio Universal. Y otras culturas también recogieron el momento, como los sumerios en su Epopeya de Gilgamesh (que bebe del Atrahasis acadio) o los griegos con su diluvio producido por Poseidón, o incluso más lejos, en las Escrituras védicas de la India o los mitos del pueblo mapuche.

Nuestra cultura, hecha de pecado, culpa y expiación (que son las enseñanzas judeocristianas), no se ha podido quitar semejante sambenito.

Si añadimos a estos precedentes la idea de Juicio Final que nos persigue desde el Apocalipsis de San Juan, veremos que lo nuestro es un viaje milenario hacia la oscuridad, hacia nuestra destrucción. La gracia está en que no sabemos quién coño escribió de verdad el Apocalipsis, ya que se le atribuye a Juan el Evangelista simplemente porque se trata de su tocayo y dice haber sido testigo directo de la existencia de Jesús.

El caso es que la obsesión por el Final estaba ahí. Nuestra historia podía terminar en cualquier momento con un desastre natural o un virus.

Sin embargo, toda esa cosmogonía (sí, cosmogonía, porque todo Big Bang tiene su Big Crunch, ya que el universo está hecho de contracciones) se hace realidad en el siglo XX, sin la necesidad de contar con una mano invisible que juegue a los dados. El hombre (la ludopatía, como muchos de los páthos, corresponde a los seres humanos) es un jugador profesional, y a estas alturas del cuento se vale bien solito para manejar el cubilete y tentar a la suerte: había creado el arma nuclear y después el bacteriológico. Ahí es nada. ¡Menudo envite a ese dios viciosillo!

Pues eso. Y la literatura no ha sido ajena al dilema existencial. Bastaron Hiroshima y Nagasaki para que se viera que la cosa iba en serio. Y luego la Guerra Fría. El miedo. Los libros de supervivencia para ese invierno nuclear.

Y el primero en plantearse “qué pasaría si…” fue Nevil Shute, un escritor australiano que le daba al best seller. Su éxito inmediato fue On the beach, que a España nos llegó de la mano de Reno con una reinterpretación del título: La hora final. Tuvo su película, como no podía ser menos, con Ava Gardner y Gregory Peck. Taquillazo. Pero ya nadie se acuerda de este libro de 1957.

El caso es que la novela de Shute tiene su interés por lo que al post-Apocalipsis se refiere. El desastre atómico ya se ha producido, el mundo se ha acabado. Sin embargo hay un lugar en donde la vida sigue su curso: en Australia. Unos meses más y la nube radiactiva llegará allí, pero mientras tanto la gente continua como si nada, aunque ya empieza a escasear el combustible. El granjero siembra el campo para la siguiente cosecha. La mujer embarazada de pocos meses cose la ropita de su futuro niño. Las escuelas se siguen llenando con estudiantes ansiosos de conocimiento… Incluso el norteamericano Dwight Towers, capitán de submarino, compra souvenirs para cuando regrese a su país y se reencuentre con su mujer y sus hijos (cosa imposible porque sabe que todos han muerto). En estas horas finales cabe hasta el amor. Y, francamente, el efecto, esa resignación a la nada, produce una sensación angustiosa.

Destaco este libro en particular porque es el primero que trata el fin del mundo mediante un desastre nuclear de forma verosímil.

Sobre posibles finales tras la Segunda Guerra Mundial hay muchos, y sería un trabajo arduo enumerarlos todos. Destaco algunos:

El día de los trífidos (1951), de John Wyndham: catástrofe natural y experimento científico.

El clamor del silencio (1952), de Wilson Tucker: una guerra bacteriológica.

Limbo (1952) de Bernard Wolfe: novela cyberpunk y anti-utopia tras la Tercera Guerra Mundial.

Cántico por Leibowitz (1960) de Walter M. Miller: desastre nuclear y lucha por recuperar los textos escritos que conservan el saber de la humanidad.

La sequía (1964) de J. G. Ballard: contaminación y sequía.

Barbagris (1964), de Brian W. Aldiss: desastre nuclear, esterilidad y envejecimiento de la población.

Fuga para una isla (1972) de Christopher Priest: superpoblación e inmigración (Jack London tiene un relato futurista que transcurre en 1976, llamado La invasión).

El rebaño ciego (1972): de John Brunner: más contaminación y enfermedades.

En la deriva (1985), de Michael Swanwick: fusión nuclear y darwinismo social.

Como se puede ver, para gustos están los colores. Sin embargo todas estas obras pertenecen a la ciencia-ficción o al technothriller, y con frecuencia advertimos la falta de verosimilitud.

En el cine también tenemos ejemplos: El tiempo en sus manos (1960), Kamikaze 1999 (1983), El día después (1983), Cuando el viento sopla (1986), 70 Minutos para huir (1988)… El lector puede añadir el título que se le ocurra.

La carretera de Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) bebe de lo arriba expuesto, con la salvedad de que su obra traspasa fronteras para hacer una reflexión profundísima sobre el camino que lleva la humanidad, y se sirve de un realismo y un verismo que nos pone los pelos de punta. La novela fluye lenta, con calma, pero al mismo tiempo el lector sentirá una tensión que le imposibilitará separarse del libro hasta que lo haya acabado.



La trama se desarrolla siempre en ese escenario que anticipa el título. Y no necesita de más. El paisaje que rodea todo, lleno de una ceniza que hace necesario el uso de mascarillas, es de un desasosiego inabarcable, como el drama que sienten sus protagonistas: un padre y su hijo. En ellos se focaliza la acción, avanzando por la carretera, resguardándose del frío de la noche (una noche abisal, sin luna, sin estrellas), buscando alimentos (botes de conserva), evitando a otros hombres iguales que ellos pero que han dado un paso atrás en la evolución, de tal modo que se han convertido en caníbales.

Esta idea del canibalismo es seguramente una de las cosas que más nos sobrecoge, y seguramente figura como uno de los crímenes más atroces que se le puede imputar al ser humano. Por eso nos viene a la cabeza la imagen de ese otro género de la ciencia-ficción y post-apocalíptico: el de los zombis. Si nos ceñimos al patrón, tendremos que decir que la mayoría de las obras post-apocalípticas, en donde vemos una excisión clara entre “hombres buenos” y “hombres malos”, tienen esa idea implícita del zombi (recordemos que el Apocalipsis de San Juan habla sobre la resurrección de los muertos y la supervivencia de unos pocos).

La versión en cine de La carretera (a la espera del estreno con un Viggo Mortensen roñoso y desvalido), tiene un antecedente en El tiempo del lobo (2003) de Michael Haneke, una película que habla de cosas parecidas, aunque otros muchos emparentan la novela de McCarthy con el tríptico de Mad Max. Creo que no, o por lo menos ésa no es mi impresión.



La carretera se lee con ojos de lobo, de depredador. Nos relamemos con sus frías descripciones, con sus diálogos punzantes (simples, directos), y a McCarthy no le hace falta decir más (aunque muchas voces han criticado esa forma de dialogar):

Tú crees que vamos a morir, ¿verdad?

No sé.

No nos vamos a morir.

Vale.

Pero no me crees.

No sé.

¿Por qué piensas que vamos a morir?

No sé.

Deja de decir no sé.

Vale.

Habla el padre con el hijo. El padre protector, que sacrificará su vida si hace falta para que su hijo viva. El hijo representa la inocencia, la esperanza, a pesar de haber nacido después del desastre nuclear.



Se han dicho ya muchas cosas sobre Cormac McCarthy y La carretera, y este post me ha quedado demasiado largo, por eso creo que ya está bien de escribir. Si quieres leer una novela magnífica (antes de que el cine haga a los editores poner una fajita indicando “La novela sobre la que se inspira la película”, como más o menos pasó con No es país para viejos, la anterior ficción de McCarthy), te animo a que leas La carretera, una novela que fue premio Pulitzer 2007, visionaria e imprescindible para nuestra biblioteca del siglo XXI, y por lo tanto, de la literatura universal.

viernes, 6 de febrero de 2009

Ahora sabréis lo que es correr (aunque todavía no lo tengo claro)



A Dave Eggers (Boston, 1970) le podemos situar dentro de la nueva hornada de autores que están redibujando la ficción estadounidense, junto a Jonathan Lethem, Michael Chabon, Jonathan Safran Foer, Chuck Palahniuk o el malogrado David Foster Wallace, por nombrar algunos. Obras como Ahora sabréis lo que es correr o Qué es el qué, le han encumbrado como un escritor preocupado por su entorno y la influencia no siempre positiva que ejerce Estados Unidos sobre el devenir del resto de países que conforman la realidad sociopolítica y económica de este planeta. Esto se entiende porque nuestro autor no cierra los ojos ante lo que es evidente: que el concepto de aldea global o globalización es hoy una realidad, y que todo está conectado para mal o bien gracias a un progreso tecnológico que ha reducido las distancias entre los distintos países, lo que no quiere decir que nos comprendamos los unos a los otros.



La novela que nos ocupa aquí vio la luz en Mondadori en 2004, en una traducción de Victoria Alonso Blanco, y ahora acaba de salir en edición de bolsillo. Ahora sabréis lo que es correr transcurre a salto de mata, en una suerte de road movie y de (¿por qué no?) air movie, en lugares tan dispares como Senegal, Marruecos, Inglaterra, Estonia o Letonia. Es la ruta improvisada de dos personajes quijotescos cuya descabellada intención es deshacerse de 80.000 dólares en tan sólo una semana repartiéndolos entre los más pobres.



La narración (en primera persona) viene a cargo de Will (el caballero de marras), y su escudero particular es Hand, amigo desde la infancia que no tiene otra cosa que hacer que seguir la corriente altruista de Will. Señalaríamos a un tercer personaje, ausente, llamado Jack. Aunque seis meses antes muriera en un accidente de tráfico, su presencia, en el recuerdo, es constante.

Las comparaciones con el Quijote son obligadas, pero sería tontería detenerse en estos paralelismos. Baste señalar cómo comienza la novela, con un Will con el rostro desfigurado después de sufrir una somanta de palos. Y las huellas de su dolor las llevará a rastras por los países indicados, como buscando la penitencia para reconstruirse, consciente de que la vida es demasiado frágil y que se puede romper en cualquier momento.

La narración es vertiginosa, dramática unas veces, hilarante otras. Los protagonistas se dejan llevar por su desprendimiento y se ven en situaciones comprometidas, ya sea huyendo de unos supuestos asesinos, acosados por la corrupción policial o manejándose con los oriundos de las zonas que visitan.

La novela tiene sus aciertos y sus errores. Es interesante la forma de enfrentar a dos estadounidenses con culturas y países que no comprenden, porque se intentan analizar las cosas desde su punto de vista occidental (o de primer mundo). Sin lugar a dudas Eggers busca criticar el comportamiento de muchos turistas, ociosos que pasan una semana en un país del África y sólo se llevan como recuerdo malentendidos.

El planteamiento de deshacerse de 80.000 dólares es interesante. Sabemos cómo los ha conseguido el narrador, y aunque podemos imaginar el porqué de tanta generosidad, en realidad no terminamos de comprender el sentido.

Luego están esas composiciones fotográficas que recuerdan a Sebald, pero que vamos, otro sinsentido, innecesario.

¿Y las versales del principio? Uffff, no sé, no sé…

Como conclusión: las cosas no son lo que parecen (viene a decirnos Eggers), y en el caso de esta novela, sucede lo mismo; lo que parecía una interesante propuesta, al final es otra cosa muy distinta. Uno tiene la impresión de que ha perdido el tiempo y desea salir corriendo a la librería para que le devuelvan el dinero.