lunes, 9 de febrero de 2009

La carretera (novela post-apocalíptica)


S
eamos realistas: el mundo, tal y como lo conocemos, se va a acabar. Antes o después.

Los precedentes están ahí, en nuestra biblioteca. Platón ya nos narró en Timeo y Critias el destino de la Atlántida. El culpable fue el Diluvio Universal. Y otras culturas también recogieron el momento, como los sumerios en su Epopeya de Gilgamesh (que bebe del Atrahasis acadio) o los griegos con su diluvio producido por Poseidón, o incluso más lejos, en las Escrituras védicas de la India o los mitos del pueblo mapuche.

Nuestra cultura, hecha de pecado, culpa y expiación (que son las enseñanzas judeocristianas), no se ha podido quitar semejante sambenito.

Si añadimos a estos precedentes la idea de Juicio Final que nos persigue desde el Apocalipsis de San Juan, veremos que lo nuestro es un viaje milenario hacia la oscuridad, hacia nuestra destrucción. La gracia está en que no sabemos quién coño escribió de verdad el Apocalipsis, ya que se le atribuye a Juan el Evangelista simplemente porque se trata de su tocayo y dice haber sido testigo directo de la existencia de Jesús.

El caso es que la obsesión por el Final estaba ahí. Nuestra historia podía terminar en cualquier momento con un desastre natural o un virus.

Sin embargo, toda esa cosmogonía (sí, cosmogonía, porque todo Big Bang tiene su Big Crunch, ya que el universo está hecho de contracciones) se hace realidad en el siglo XX, sin la necesidad de contar con una mano invisible que juegue a los dados. El hombre (la ludopatía, como muchos de los páthos, corresponde a los seres humanos) es un jugador profesional, y a estas alturas del cuento se vale bien solito para manejar el cubilete y tentar a la suerte: había creado el arma nuclear y después el bacteriológico. Ahí es nada. ¡Menudo envite a ese dios viciosillo!

Pues eso. Y la literatura no ha sido ajena al dilema existencial. Bastaron Hiroshima y Nagasaki para que se viera que la cosa iba en serio. Y luego la Guerra Fría. El miedo. Los libros de supervivencia para ese invierno nuclear.

Y el primero en plantearse “qué pasaría si…” fue Nevil Shute, un escritor australiano que le daba al best seller. Su éxito inmediato fue On the beach, que a España nos llegó de la mano de Reno con una reinterpretación del título: La hora final. Tuvo su película, como no podía ser menos, con Ava Gardner y Gregory Peck. Taquillazo. Pero ya nadie se acuerda de este libro de 1957.

El caso es que la novela de Shute tiene su interés por lo que al post-Apocalipsis se refiere. El desastre atómico ya se ha producido, el mundo se ha acabado. Sin embargo hay un lugar en donde la vida sigue su curso: en Australia. Unos meses más y la nube radiactiva llegará allí, pero mientras tanto la gente continua como si nada, aunque ya empieza a escasear el combustible. El granjero siembra el campo para la siguiente cosecha. La mujer embarazada de pocos meses cose la ropita de su futuro niño. Las escuelas se siguen llenando con estudiantes ansiosos de conocimiento… Incluso el norteamericano Dwight Towers, capitán de submarino, compra souvenirs para cuando regrese a su país y se reencuentre con su mujer y sus hijos (cosa imposible porque sabe que todos han muerto). En estas horas finales cabe hasta el amor. Y, francamente, el efecto, esa resignación a la nada, produce una sensación angustiosa.

Destaco este libro en particular porque es el primero que trata el fin del mundo mediante un desastre nuclear de forma verosímil.

Sobre posibles finales tras la Segunda Guerra Mundial hay muchos, y sería un trabajo arduo enumerarlos todos. Destaco algunos:

El día de los trífidos (1951), de John Wyndham: catástrofe natural y experimento científico.

El clamor del silencio (1952), de Wilson Tucker: una guerra bacteriológica.

Limbo (1952) de Bernard Wolfe: novela cyberpunk y anti-utopia tras la Tercera Guerra Mundial.

Cántico por Leibowitz (1960) de Walter M. Miller: desastre nuclear y lucha por recuperar los textos escritos que conservan el saber de la humanidad.

La sequía (1964) de J. G. Ballard: contaminación y sequía.

Barbagris (1964), de Brian W. Aldiss: desastre nuclear, esterilidad y envejecimiento de la población.

Fuga para una isla (1972) de Christopher Priest: superpoblación e inmigración (Jack London tiene un relato futurista que transcurre en 1976, llamado La invasión).

El rebaño ciego (1972): de John Brunner: más contaminación y enfermedades.

En la deriva (1985), de Michael Swanwick: fusión nuclear y darwinismo social.

Como se puede ver, para gustos están los colores. Sin embargo todas estas obras pertenecen a la ciencia-ficción o al technothriller, y con frecuencia advertimos la falta de verosimilitud.

En el cine también tenemos ejemplos: El tiempo en sus manos (1960), Kamikaze 1999 (1983), El día después (1983), Cuando el viento sopla (1986), 70 Minutos para huir (1988)… El lector puede añadir el título que se le ocurra.

La carretera de Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) bebe de lo arriba expuesto, con la salvedad de que su obra traspasa fronteras para hacer una reflexión profundísima sobre el camino que lleva la humanidad, y se sirve de un realismo y un verismo que nos pone los pelos de punta. La novela fluye lenta, con calma, pero al mismo tiempo el lector sentirá una tensión que le imposibilitará separarse del libro hasta que lo haya acabado.



La trama se desarrolla siempre en ese escenario que anticipa el título. Y no necesita de más. El paisaje que rodea todo, lleno de una ceniza que hace necesario el uso de mascarillas, es de un desasosiego inabarcable, como el drama que sienten sus protagonistas: un padre y su hijo. En ellos se focaliza la acción, avanzando por la carretera, resguardándose del frío de la noche (una noche abisal, sin luna, sin estrellas), buscando alimentos (botes de conserva), evitando a otros hombres iguales que ellos pero que han dado un paso atrás en la evolución, de tal modo que se han convertido en caníbales.

Esta idea del canibalismo es seguramente una de las cosas que más nos sobrecoge, y seguramente figura como uno de los crímenes más atroces que se le puede imputar al ser humano. Por eso nos viene a la cabeza la imagen de ese otro género de la ciencia-ficción y post-apocalíptico: el de los zombis. Si nos ceñimos al patrón, tendremos que decir que la mayoría de las obras post-apocalípticas, en donde vemos una excisión clara entre “hombres buenos” y “hombres malos”, tienen esa idea implícita del zombi (recordemos que el Apocalipsis de San Juan habla sobre la resurrección de los muertos y la supervivencia de unos pocos).

La versión en cine de La carretera (a la espera del estreno con un Viggo Mortensen roñoso y desvalido), tiene un antecedente en El tiempo del lobo (2003) de Michael Haneke, una película que habla de cosas parecidas, aunque otros muchos emparentan la novela de McCarthy con el tríptico de Mad Max. Creo que no, o por lo menos ésa no es mi impresión.



La carretera se lee con ojos de lobo, de depredador. Nos relamemos con sus frías descripciones, con sus diálogos punzantes (simples, directos), y a McCarthy no le hace falta decir más (aunque muchas voces han criticado esa forma de dialogar):

Tú crees que vamos a morir, ¿verdad?

No sé.

No nos vamos a morir.

Vale.

Pero no me crees.

No sé.

¿Por qué piensas que vamos a morir?

No sé.

Deja de decir no sé.

Vale.

Habla el padre con el hijo. El padre protector, que sacrificará su vida si hace falta para que su hijo viva. El hijo representa la inocencia, la esperanza, a pesar de haber nacido después del desastre nuclear.



Se han dicho ya muchas cosas sobre Cormac McCarthy y La carretera, y este post me ha quedado demasiado largo, por eso creo que ya está bien de escribir. Si quieres leer una novela magnífica (antes de que el cine haga a los editores poner una fajita indicando “La novela sobre la que se inspira la película”, como más o menos pasó con No es país para viejos, la anterior ficción de McCarthy), te animo a que leas La carretera, una novela que fue premio Pulitzer 2007, visionaria e imprescindible para nuestra biblioteca del siglo XXI, y por lo tanto, de la literatura universal.

1 comentario:

  1. Joder, qué entrada tan maja. Y qué acertadas todas las referencias. Me entran ganas de leerme La Carretera otra vez! Por cierto, qué sutil es el diálogo que citas, por el punch-line final: eso de que el niño sustituya el "no sé" por el "vale". Confianza absoluta hacia el padre en un mundo en el que no queda nada en lo que confiar...

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