miércoles, 18 de marzo de 2009

El hospital de la transfiguración (sobre la enfermedad de los tiempos)


Siempre he sentido cierta atracción hacia las novelas que transcurren en hospitales o que sus protagonistas son médicos o psiquiatras. Y la mayoría de ellas siempre me han atrapado y me han dejado un grato recuerdo del viaje (entiéndase en su argot más químico, que la literatura tiene mucho de adicción). Pienso en Cuerpos y almas, de Van Der Meersch; en El arrancacorazones, de Vian; en Doctor Jivago, de Pasternak; en No serás un extraño, de Thompson; en Un mundo feliz, de Huxley; en El árbol de la ciencia, de Baroja; y por lo mucho que hay de Schopenhauer en la anterior, en Morir, de Schnitzler (donde la muerte va de la mano con los veredictos de los doctores).



Esto lo traigo a colación porque El hospital de la transfiguración habla sobre lo misterioso (telúrico si se quiere) que tienen los hospitales, los sanatorios o esos lugares apartados de la realidad que contienen la enfermedad para que los de fuera se mantengan a salvo del germen que corroe el cuerpo y el alma.
Statanisław Lem (Polonia, 1921-2006) sabía de lo que hablaba. Su padre había sido médico y él iba por el mismo camino. Cuando los nazis invadieron Polonia, la carrera de un médico se frustró para nacer la del escritor (después de la guerra retomaría sus estudios en la especialidad de Psicología, pero sus intentos volverían a quedar frustrados esta vez por discrepancias políticas). O no. Lem, en su autobiografía de juventud, El castillo alto (Editorial Funambulista, 2006), nos dice que su destino de escritor ya corría por sus venas cuando era un niño. De hecho pasó la niñez como un roedor en la biblioteca de su padre. Allí tenía a su disposición cientos de libros de medicina…

[…] los atlas anatómicos, y gracias a su despiste, podía informarme de un modo sistemático y minucioso acerca de las diferencias entre los sexos. Sin embargo, cosa curiosa, me impresionaban mucho más los volúmenes de osteología. Las láminas rojas como la sangre o de ladrillo rojo mostraban a hombres despellejados como la carne cruda que tanto me asqueaba; los esqueletos, en cambio, eran algo limpio.

Con El hospital de la transfiguración (primer título de la Trilogía del tiempo perdido, cuyos otros libros son De entre los muertos y El retorno, éstos repudiados por el autor), Lem se sacó de un plumazo la espinita. Habla sobre la medicina, sobre la invasión de los nazis en Polonia y traza a la perfección el camino que tomará su carrera como escritor. Aunque la escribió en 1948, no vería la luz hasta 1955 por problemas de censura. La Editorial Impedimenta, en una fantástica edición, nos la trajo en castellano el pasado año.

En 1979, el director polaco Edward Zebrowski
versionó la novela de Lem

La novela se inicia con el funeral del tío de Stefan Trzyniecki, médico y protagonista de la historia. Lem se sirve de un largo capítulo para describirnos a la familia de Stefan, en un escenario donde la muerte se agita por sobre los personajes.

En el carácter de toda la familia estaba el fuego y la piedra, la pasión y la intransigencia. Los Trzyniecki de Kielce eran conocidos por su avaricia, el tío Anzelm por su ira, la tía abuela por una pasión amorosa perdida ya en la noche de los tiempos. Ese sino se manifestaba de distintas maneras en cada uno de ellos. El padre de Stefan era inventor y sólo hacía el resto de cosas a la fuerza. Espantaba a todos de su lado como si fueran moscas y a veces perdía días enteros, viviendo el jueves dos veces, para descubrir luego que se había perdido el miércoles.

Pero en el siguiente capítulo veremos que la familia de Stefan no es ni mucho menos lo que marcará la pauta de la narración (no volverá a aparecer hasta las últimas páginas, cuando Stefan vaya a visitar a su padre, convaleciente y al borde de la muerte).

Decíamos esto porque a Stefan le ofrecen un puesto en un sanatorio cerca de Bierzyniec, y Lem nos lleva hasta sus instalaciones, encerrándonos allí y haciendo que nos olvidemos del exterior, de ese largo capítulo inicial en el sepelio. Lo de fuera ya no existe, y Stefan se vuelca en su profesión de médico. En realidad se siente desbordado porque el sanatorio es de enfermos mentales y no es su especialidad, pero Stanisław Krzeczotek, antiguo compañero de clase de Stefan, es el que le convence para que trabaje allí y el que le enseña el funcionamiento del manicomio.

—Verás, la terapia no es nada del otro mundo: hasta los cuarenta, los locos padecen dementia praecox; baños fríos, bromuro y escopolamina. Pasados los cuarenta, padecen dementia seniles; escopolamina, bromuro y baños fríos. Y electroshocks para todos, por supuesto. Y a eso se limita toda la psiquiatría…
Sin duda alguna, nos las vemos con un lugar horroroso. La intención de Lem es ésa: que pensemos que no hay nada más infernal.

Al principio a Stefan le destinan en el pabellón de mujeres: paranóicas, coprófagas, catatónicas, dementes… Y su trabajo se limita a la de un administrativo: escribir informes en donde explica el estado de las internas, lo que es evidente.

Una de esas enfermas dice:

—[…] Aquí todos están locos… Absolutamente todos —subrayó.

Y un mes después le transfieren al equipo de Kauters, uno de los singulares doctores del sanatorio.

Tenía un álbum enorme de Meunier con grabados que ilustraban los antiguos métodos de tratamiento de la demencia: el centrifugado en enormes toneles de madera, los hoyos con serpientes de cascabel en los que se metía a los pacientes de mentes especialmente perturbadas, o las peras de hierro que se introducían en la boca y se cerraban con una cadenita sobre el occipucio para que no se pudiera gritar.
Con Kauters asistiremos a la sobrecogedora operación de un tumor cerebral, toda una lección sobre la forma de trabajar en el manicomio.

Pero los métodos tal vez justifiquen el fin. Son los de la época, aunque nos parezcan propios de la Inquisición. Es el horror que se esconde dentro de los muros, pero ya se sabe que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer, y en El hospital de la transfiguración se verá, ya entrando en la recta final de la obra, que en el exterior está el verdadero germen.




El trasunto de Lem bien pudiera estar en el poeta Sekułowski, que está en el sanatorio de forma voluntaria, un invitado muy especial en donde Stefan encuentra un confidente.

—[…] Sekułowski es, cómo decírtelo…, drogadicto. Morfina, cocaína, incluso peyote; pero ya lo ha dejado. Ahora reside aquí, con nosotros, como si estuviera de vacaciones.

La personalidad de Sekułowski nos atrapa desde los primeros momentos de su aparición. Es un filósofo de la vida y de la literatura, y la suya es la reflexión demiúrgica del que está más allá del bien y del mal.

—Los poemas se me revelan como fragmentos de una policromía oculta detrás del estuco. Son fragmentos sueltos, relucientes y, entre ellos, se abre un vacío. Después trato de unir manos y horizontes, las miradas y objetos que abarcan… Eso durante el día. Por la noche, porque a veces me sucede por la noche, parecen radios de una rueda trenzándose entre ellos hasta formar un todo. Lo más difícil es sacarlos del ensueño y transportar esos fragmentos a la realidad.

Con la aparición de este personaje, nos viene a la cabeza la figura de Robert Walser en el manicomio de Waldau y después en Herisau. Y también pensamos en Carl Seeling, conversando y paseando con el autor suizo (le visitó por primera vez el 26 de julio de 1936, fecha tremenda desde nuestra Historia). Y es que el manicomio de Bierzyniec tiene mucho de Herisau, o del sanatorio para tuberculosos en el cantón de los Grisones que describió Thomas Mann, o incluso del sanatorio de Endenich, donde Robert Schumann pasó una temporada.

Vila-Matas nos cuenta en Doctor Pasavento:

Recordé las conmovedoras palabras de Walser sobre la demencia y el silencio de Hölderlin a lo largo de esos treinta y seis años que pasó encerrado en la torre de Tubinga: “Estoy convencido de que, en su largo periodo final, no fue tan desdichado como se complacen en pintárnoslo los profesores de literatura. Poder dedicarse tranquilamente a soñar por los rincones, sin tener que estar haciendo los deberes todo el rato, no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!”.

El mismo año en que murió Lem, veríamos cómo Andrew Crumey supo sacarle partido al tema de los sanatorios en una espléndida novela sobre la teoría cuántica, en Mobius Dick (lástima que la editorial que lo publicó en España descuidara tanto la edición).

Arte y locura, parece decirnos Lem, van de la mano. De ahí el curioso inventario que hace Marglewski, otro de los médicos:

“Balzac, psicópata maniático; Baudelaire, histérico; Chopin, neurasténico; Dante, esquizoide; Goethe, alcohólico; Hölderlin, esquizofrénico…”.

Sekułowski, en una de las conversaciones con Stefan, dice:

Los manicomios siempre han destilado el espíritu de la época. Todas las deformaciones, las jorobas psíquicas y las excentricidades están tan diluidas en la sociedad que resulta difícil percibirlas, pero aquí, concentradas, revelan claramente el rostro de los tiempos que vivimos.

Y más sobre literatura:

La historia de la literatura está llena de autores que cuando escriben una nota para la tintorería cuidan el estilo pensando en la edición póstuma de sus cartas…

El lector sentirá verdadera simpatía por Sekułowski. Todo lo que dice tiene la profundidad y la sugestión de los profetas. Y cuando vemos un atisbo de Lem (guiño para los futuros lectores de sus novelas más emblemáticas) en el poeta, no podemos dejar de seguir los pasos de Sekułowski como si estuviéramos ante el advenimiento anunciado.

—Sueño con describir la historia de la Tierra desde otro sistema planetario. Y esto es una especie de prólogo. —Y comenzó a leer—: “Está la matriz purulenta de soles: el Universo. Abundan en ella trillones de huevo estelares. Una rabiosa fecundidad… Exhalando escoria y polvo negro, un pulso sigue a otro pulso, la oscuridad sigue a la oscuridad…”.

Mientras que todo esto sucede, la maquinaria destructiva del nazismo se extiende por Europa, y lo que en un principio se consideraba una fantasía (la invasión de Polonia por los alemanes, ya que se veía como algo más factible una invasión rusa), cobra visos de realidad.

Stefan, en uno de sus paseos por los alrededores del sanatorio, se encuentra con un extraño edificio que resultará ser la subestación de electricidad que abastece, entre otras instalaciones, el sanatorio. Allí encontrará a tres operarios que además son partisanos. La subestación sirve también para esconder el armamento de la resistencia. Si a lo largo de la obra tenemos la sensación de leer un texto con claras influencias kafkianas, aquí la larga sombra del autor praguense se hace incuestionable, y es que en la subestación encontramos la espera de algo que todavía no se ha materializado y el silencio cómplice de sus tres moradores, que desconfían de las buenas intenciones de Stefan.

Todo lo que se avecina parece pasar de largo. El manicomio ya navega por su propio Estigia, ¿qué puede cambiar el curso de las cosas? Sencillamente, la idea de transformar el sanatorio en un hospital de las SS.

Cuando los nazis aparecen, nos damos cuenta que el infierno son los otros, que el manicomio era el único lugar con cordura que quedaba. Nos damos cuenta que los métodos empleados en el sanatorio no eran tan horribles, que sus doctores no eran sádicos dando rienda suelta a sus depravaciones. La realidad es muy distinta. Y Sekułowski tampoco era el profeta que creímos ver en él. Es más humano de lo que pensábamos. Tristemente humano.
Durante la matanza de enfermos que los nazis llevan a cabo, Pajączkowski, el director del hospital, dice:

Cuando me dijese que los locos no son útiles a la sociedad, pensé, le hablaría de los alemanes Bleuler y Moebius.

Según mis fuentes, Paul Eugen Bleuler era suizo (supongo que en esa época el Wikipedia era ciencia-ficción). El otro fue Paul Julius Moebius (no confundir con August Ferdinand Moebius), médico y psiquiatra nacido en Leipzig, gracias al cual conocemos el Síndrome de Moebius.

Sekułowski intentará escapar disfrazado de médico, pero los nazis le interceptan. Para salvar el pellejo, delata a los enfermos que están escondidos, y muere finalmente como un cobarde.

Stefan se quedará con sus escritos: un libro, el legado de Sekułowski para la posteridad:

La caligrafía del poeta se agitaba entre las líneas azules como si estuviera atrapada en una red. Arriba, el apellido; debajo, el título: Mi mundo. Pasó la primera página. La segunda estaba en blanco. La siguiente también. Todas, blancas y vacías.

En la reflexión que hace Lem en El castillo alto, en donde su infancia, la ciencia y el arte se coaligan de forma magistral, nos dice:
¿Y con qué autoridad digo todo eso? Con ninguna. El lector es libre de discrepar, sobre todo porque no tengo otra prisión que proponer, ni un final salvador.

Tal vez toda la obra de Lem se pueda leer como “otra prisión” sin “final salvador”. Y bendita prisión.

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