Acto tercero
Cuatro paredes blancas ligeramente azuladas del patio interior de la casa de Bernarda. Está anocheciendo. El decorado ha de ser de una perfecta simplicidad. Las puertas, iluminadas por la luz de los interiores, dan un tenue fulgor a la escena. En el centro, una mesa con un quinqué, donde están comiendo Bernarda y sus hijas. La Poncia las sirve. Prudencia está sentada aparte.
(Al levantarse el telón hay un gran silencio, interrumpido por el ruido de platos y cubiertos.)
Prudencia: Ya me voy. Os he hecho una visita larga. (Se levanta.)
Bernarda: Espérate, mujer. No nos vemos nunca.
Prudencia: ¿Han dado el último toque de queda?
La Poncia: Todavía no.
(Prudencia se sienta.)
Bernarda: ¿Y tu marido cómo sigue?
Prudencia: Igual.
Bernarda: Tampoco lo vemos.
Prudencia: Ya sabes sus costumbres. Desde que mató a sus hermanos no ha salido por la puerta de la calle. Pone una escalera y salta las tapias del corral.
Bernarda: Ya estaban muertos, Prudencia. Tu marido es un verdadero hombre. ¿Y con tu hija...?
Prudencia: No la ha perdonado.
Bernarda: Hace bien.
Prudencia: No sé qué te diga. Yo sufro por esto.
Bernarda: Una hija que desobedece deja de ser hija para convertirse en una enemiga.
Prudencia: Yo dejo que el agua corra. No me queda más consuelo que refugiarme en la iglesia, pero como me estoy quedando sin vista tendré que dejar de venir para que no jueguen con una los chiquillos. (Se oye un gran golpe, como dado en los muros.) ¿Qué es eso?
Bernarda: El caballo garañón, que está encerrado y da coces contra el muro. (A voces.) ¡Trabadlo y que salga al corral! ( En voz baja.) Debe tener calor.
Prudencia: ¿Vais a echarle las potras nuevas?
Bernarda: Al amanecer.
Prudencia: Has sabido acrecentar tu ganado.
Bernarda: A fuerza de dinero y sinsabores.
La Poncia: (Interviniendo.) ¡Pero tiene la mejor manada de estos contornos! Es una lástima que esté bajo de precio.
Bernarda: ¿Quieres un poco de queso y miel?
Prudencia: Estoy desganada.
(Se oye otra vez el golpe.)
La Poncia: ¡Por Dios!
Prudencia: ¡Me ha retemblado dentro del pecho!
Bernarda: (Levantándose furiosa) ¿Hay que decir las cosas dos veces? ¡Echadlo que se revuelque en los montones de paja! (Pausa, y como hablando con los gañanes.) Pues encerrad las potras en la cuadra, pero dejadlo libre, no sea que nos eche abajo las paredes. (Se dirige a la mesa y se sienta otra vez.) ¡Ay, qué vida!
Prudencia: Bregando como un hombre.
Bernarda: Así es. (Adela se levanta de la mesa.) ¿Dónde vas?
Adela: A beber agua.
Bernarda: (En alta voz.) Trae un jarro de agua fresca. (A Adela.) Puedes sentarte. (Adela se sienta.)
Prudencia: Y Angustias, ¿cuándo se casa?
Bernarda: Vienen a pedirla dentro de tres días.
Prudencia: ¡Estarás contenta!
Angustias: ¡Claro!
Amelia: (A Magdalena.) ¡Ya has derramado la sal!
Magdalena: Peor suerte que tienes no vas a tener.
Amelia: Siempre trae mala sombra.
Bernarda: ¡Vamos!
Prudencia: (A Angustias.) ¿Te ha regalado ya el anillo?
Angustias: Mírelo usted. (Se lo alarga.)
Prudencia: Es precioso. Tres perlas. En mi tiempo las perlas significaban lágrimas.
Angustias: Pero ya las cosas han cambiado.
Adela: Yo creo que no. Las cosas significan siempre lo mismo, y si antes eran lágrimas, ahora son llantos e histeria. Los anillos de pedida deben ser de diamantes.
Prudencia: Es más propio.
Bernarda: Con perlas o sin ellas las cosas son como una se las propone.
Martirio: O como Dios dispone.
Prudencia: Los muebles me han dicho que son preciosos.
Bernarda: Dieciséis mil reales he gastado.
La Poncia: (Interviniendo.) Lo mejor es el armario de luna.
Prudencia: Nunca vi un mueble de éstos.
Bernarda: Nosotras tuvimos arca.
Prudencia: Lo preciso es que todo sea para bien.
Adela: Que nunca se sabe.
Bernarda: No hay motivo para que no lo sea.
(Se oyen lejanísimas unas campanas.)
Prudencia: El último toque. (A Angustias.) Ya vendré a que me enseñes la ropa.
Angustias: Cuando usted quiera.
Prudencia: Buenas noches nos dé Dios, sin muertos ni sobresaltos.
Bernarda: Adiós, Prudencia.
Las cinco a la vez: Vaya usted con Dios.
(Pausa. Sale Prudencia.)
Bernarda: Ya hemos comido. (Se levantan.)
Adela: Voy a llegarme hasta el portón para estirar las piernas y tomar un poco el fresco.
Bernarda: (Preocupada.) Que el poco sea más bien poco. Ya casi no hay sol.
(Magdalena se sienta en una silla baja retrepada contra la pared.)
Amelia: Yo voy contigo.
Martirio: Y yo.
Adela: (Con odio contenido.) No me voy a perder.
Amelia: La anochecida quiere compaña.
(Salen. Bernarda se sienta y Angustias está arreglando la mesa.)
Bernarda: Ya te he dicho que quiero que hables con tu hermana Martirio. Lo que pasó del retrato fue una broma y lo debes olvidar.
Angustias: Usted sabe que ella no me quiere.
Bernarda: Cada uno sabe lo que piensa por dentro. Yo no me meto en los corazones, pero quiero buena fachada y armonía familiar. ¿Lo entiendes?
Angustias: Sí.
Bernarda: Pues ya está.
Magdalena: (Casi dormida.) Además, ¡si te vas a ir antes de nada! (Se duerme.)
Angustias: Tarde me parece.
Bernarda: ¿A qué hora terminaste anoche de hablar?
Angustias: A las doce y media.
Bernarda: ¿Qué cuenta Pepe?
Angustias: Yo lo encuentro distraído. Me habla siempre como pensando en otra cosa. Si le pregunto qué le pasa, me contesta: «Los hombres tenemos nuestras preocupaciones».
Bernarda: Es un valiente por salir de noche, por muy bien armado que salga. No le debes preguntar. Y cuando te cases, menos. Habla si él habla y míralo cuando te mire. Así no tendrás disgustos.
Angustias: Yo creo, madre, que él me oculta muchas cosas.
Bernarda: No procures descubrirlas, no le preguntes y, desde luego, que no te vea llorar jamás.
Angustias: Debía estar contenta y no lo estoy.
Bernarda: Eso es lo mismo.
Angustias: Muchas veces miro a Pepe con mucha fijeza y se me borra a través de los hierros, como si lo tapara una nube de polvo de las que levantan los rebaños.
Bernarda: Eso son cosas de debilidad.
Angustias: ¡Ojalá!
Bernarda: ¿Viene esta noche?
Angustias: No. Tiene a su madre enferma.
Bernarda: (Desconfiada.) ¿Enferma?
Angustias: Nada grave; algo de la espalda.
Bernarda: Así nos acostaremos antes. ¡Magdalena!
Angustias: Está dormida.
(Entran Adela, Martirio y Amelia, y cierran el portón.)
Amelia: ¡Ya la noche se extiende por los campos!
Adela: Y las sombras de los muertos se recortan en el olivar.
Martirio: Una buena noche para los que ya no tienen espíritu, para el que necesite esconderse de sus crímenes.
Adela: El caballo garañón estaba en el centro del corral. ¡Blanco! Doble de grande, llenando todo lo oscuro.
Amelia: Es verdad. Daba miedo. ¡Parecía una aparición!
Adela: Tiene el cielo unas estrellas como puños.
Martirio: Ésta se puso a mirarlas de modo que se iba a tronchar el cuello.
Adela: ¿Es que no te gustan a ti?
Martirio: A mí las cosas de tejas arriba no me importan nada. Con lo que pasa a campo abierto tengo bastante.
Adela: Así te va a ti.
Bernarda: A ella le va en lo suyo como a ti en lo tuyo.
Angustias: Buenas noches.
Adela: ¿Ya te acuestas?
Angustias: Sí, esta noche no viene Pepe. (Sale.)
Adela: Madre, ¿por qué cuando se corre una estrella o luce un relámpago se dice:
Santa Bárbara bendita,
que en el cielo estás escrita
con papel y agua bendita?
Bernarda: Los antiguos sabían muchas cosas que hemos olvidado.
Amelia: Yo cierro los ojos para no verlas.
Adela: Yo no. A mí me gusta ver correr lleno de lumbre lo que está quieto y quieto años enteros.
Martirio: Pero estas cosas nada tienen que ver con nosotros.
Bernarda: Y es mejor no pensar en ellas.
Adela: ¡Qué noche más hermosa! Ojalá pudiera quedarme hasta muy tarde para disfrutar el fresco del campo.
Bernarda: ¡Qué cosas hay que oír! Frescos te iban a dejar los huesos. Ya hay que acostarse. ¡Magdalena!
Amelia: Está en el primer sueño.
Bernarda: ¡Magdalena!
Magdalena: (Disgustada.) ¡Dejarme en paz!
Bernarda: ¡A la cama!
Magdalena: (Levantándose malhumorada.) ¡No la dejáis a una tranquila! (Se va refunfuñando.)
Amelia: Buenas noches. (Se va.)
Bernarda: Andar vosotras también.
Martirio: ¿Cómo es que esta noche no viene el novio de Angustias?
Bernarda: Tiene a su madre enferma.
Martirio: (Mirando a Adela.) ¡Ah!
Adela: Hasta mañana. (Sale.)
(Martirio bebe agua y sale lentamente mirando hacia la puerta del corral. Sale La Poncia.)
La Poncia: ¿Estás todavía aquí?
Bernarda: Disfrutando este silencio y sin lograr ver por parte alguna «la cosa tan grande» que aquí pasa, según tú.
La Poncia: Bernarda, dejemos esa conversación.
Bernarda: En esta casa no hay un sí ni un no. Mi vigilancia lo puede todo.
La Poncia: No pasa nada por fuera. Eso es verdad. Tus hijas están y viven como metidas en alacenas. Pero ni tú ni nadie puede vigilar por el interior de los pechos.
Bernarda: Mis hijas tienen la respiración tranquila.
La Poncia: Eso te importa a ti, que eres su madre. A mí, con servir tu casa tengo bastante.
Bernarda: Ahora te has vuelto callada.
La Poncia: Me estoy en mi sitio, y en paz.
Bernarda: Lo que pasa es que no tienes nada que decir. Si en esta casa hubiera hierbas, ya te encargarías de traer a pastar las ovejas del vecindario.
La Poncia: Yo tapo más de lo que te figuras.
Bernarda: ¿Sigue tu hijo viendo a Pepe a las cuatro de la mañana? ¿Siguen diciendo todavía la mala letanía de esta casa?
La Poncia: No dicen nada.
Bernarda: Porque no pueden. Porque no hay carne donde morder. ¡A la vigilia de mis ojos se debe esto! A veces no sé quién son verdaderamente los zombis, si los vivos o los muertos.
La Poncia: Bernarda, yo no quiero hablar porque temo tus intenciones. Pero no estés segura.
Bernarda: ¡Segurísima!
La Poncia: ¡A lo mejor, de pronto, cae un rayo! ¡A lo mejor, de pronto, la rabia de la infección se extiende por esta casa!
Bernarda: Aquí no pasará nada. Ya estoy alerta contra tus suposiciones.
La Poncia: Pues mejor para ti.
Bernarda: ¡No faltaba más!
Criada: (Entrando.) Ya terminé de fregar los platos. ¿Manda usted algo, Bernarda?
Bernarda: (Levantándose.) Nada. Yo voy a descansar.
La Poncia: ¿A qué hora quiere que la llame?
Bernarda: A ninguna. Esta noche voy a dormir bien. (Se va.)
La Poncia: Cuando una no puede con el mar lo más fácil es volver las espaldas para no verlo.
Criada: Es tan orgullosa que ella misma se pone una venda en los ojos.
La Poncia: Yo no puedo hacer nada. Quise atajar las cosas, pero ya me asustan demasiado. ¿Tú ves este silencio? Pues hay una tormenta en cada cuarto. El día que estallen nos barrerán a todas. Yo he dicho lo que tenía que decir.
Criada: Bernarda cree que nadie puede con ella y no sabe la fuerza que tiene un hombre entre mujeres solas. Yo lo temería más que dejar de noche el portón abierto para que entraran las sombras.
La Poncia: No es toda la culpa de Pepe el Romano. Es verdad que el año pasado anduvo detrás de Adela, y ésta estaba loca por él, pero ella debió estarse en su sitio y no provocarlo. Un hombre es un hombre.
Criada: Hay quien cree que habló muchas noches con Adela.
La Poncia: Es verdad. (En voz baja) Y otras cosas.
Criada: No sé lo que va a pasar aquí.
La Poncia: A mí me gustaría cruzar el mar y dejar esta casa de guerra.
Criada: Es España entera la que está en guerra contra los muertos, contra su memoria.
La Poncia: Algo de verdad hay en lo que dices.
Criada: Bernarda está aligerando la boda y es posible que nada pase.
La Poncia: Las cosas se han puesto ya demasiado maduras. Adela está decidida a lo que sea, y las demás vigilan sin descanso.
Criada: ¿Y Martirio también?
La Poncia: Ésa es la peor. Es un pozo de veneno, como el del patio, de donde bebió mi pobre nietecito. Ve que el Romano no es para ella y hundiría el mundo si estuviera en su mano.
Criada: ¡Es que son malas!
La Poncia: Son mujeres sin hombre, nada más. En estas cuestiones se olvida hasta la sangre. ¡Chisssssss! (Escucha.)
Criada: ¿Qué pasa?
La Poncia: (Se levanta.) Están ladrando los perros.
Criada: Debe haber pasado alguien por el portón.
La Poncia: ¿Vivo o muerto?
(Sale Adela en enaguas blancas y corpiño.)
La Poncia: ¿No te habías acostado?
Adela: Voy a beber agua. (Bebe en un vaso de la mesa.)
La Poncia: Yo te suponía dormida.
Adela: Me despertó la sed. Y vosotras, ¿no descansáis?
Criada: Ahora.
(Sale Adela.)
La Poncia: Vámonos.
Criada: Ganado tenemos el sueño. Bernarda no me deja descansar en todo el día.
La Poncia: Llévate la luz.
Criada: Los perros están como locos.
La Poncia: No nos van a dejar dormir.
(Salen. La escena queda casi a oscuras. Sale María Josefa con una oveja en los brazos.)
María Josefa:
Ovejita, niño mío,
vámonos a la orilla del mar.
La hormiguita estará en su puerta,
yo te daré la teta y el pan.
Bernarda,
cara de leoparda.
Magdalena,
cara de hiena.
¡Ovejita!
Meee, meee.
Vamos a los ramos del portal de Belén. (Ríe.)
Ni tú ni yo queremos dormir.
La puerta sola se abrirá
y en la playa nos meteremos
en una choza de coral.
Bernarda,
cara de leoparda.
Magdalena,
cara de hiena.
¡Ovejita!
Meee, meee.
Vamos a los ramos del portal de Belén!
(Se va cantando. Entra Adela. Mira a un lado y otro con sigilo, y desaparece por la puerta del corral. Sale Martirio por otra puerta y queda en angustioso acecho en el centro de la escena. También va en enaguas. Se cubre con un pequeño mantón negro de talle. Sale por enfrente de ella María Josefa.)
Martirio: Abuela, ¿dónde va usted?
María Josefa: ¿Vas a abrirme la puerta? ¿Quién eres tú?
Martirio: ¿Cómo está aquí? Sabes perfectamente que el portón no se abre de noche.
María Josefa: Me escapé. ¿Tú quién eres?
Martirio: Vaya a acostarse.
María Josefa: Tú eres Martirio, ya te veo. Martirio, cara de martirio. ¿Y cuándo vas a tener un niño? Yo he tenido éste.
Martirio: ¿Dónde cogió esa oveja?
María Josefa: Ya sé que es una oveja. Pero, ¿por qué una oveja no va a ser un niño? Mejor es tener una oveja que no tener nada. Bernarda, cara de leoparda. Magdalena, cara de hiena.
Martirio: No dé voces.
María Josefa: Es verdad. Está todo muy oscuro. Como tengo el pelo blanco crees que no puedo tener crías, y sí, crías y crías y crías. Este niño tendrá el pelo blanco y tendrá otro niño, y éste otro, y todos con el pelo de nieve, seremos como las olas, una y otra y otra. Luego nos sentaremos todos, y todos tendremos el cabello blanco y seremos espuma. ¿Por qué aquí no hay espuma? Aquí no hay más que mantos de luto, como el que cubre la noche.
Martirio: Calle, calle.
María Josefa: Cuando mi vecina tenía un niño yo le llevaba chocolate y luego ella me lo traía a mí, y así siempre, siempre, siempre. Tú tendrás el pelo blanco, pero no vendrán las vecinas. Yo tengo que marcharme, pero tengo miedo de que los perros y los muertos me muerdan. ¿Me acompañarás tú a salir del campo? Yo quiero campo. Yo quiero casas, pero casas abiertas, y las vecinas acostadas en sus camas con sus niños chiquitos, y los hombres fuera, sentados en sus sillas. Pepe el Romano es un gigante. Todas lo queréis. Pero él os va a devorar, porque vosotras sois granos de trigo. No granos de trigo, no. ¡Ranas sin lengua!
Martirio: (Enérgica.) Vamos, váyase a la cama. (La empuja.)
María Josefa: Sí, pero luego tú me abrirás, ¿verdad?
Martirio: De seguro.
María Josefa: (Llorando.)
Ovejita, niño mío,
vámonos a la orilla del mar.
La hormiguita estará en su puerta,
yo te daré la teta y el pan.
(Sale. Martirio cierra la puerta por donde ha salido María Josefa y se dirige a la puerta del corral. Allí vacila, pero avanza dos pasos más.)
Martirio: (En voz baja.) Adela. (Pausa. Avanza hasta la misma puerta. En voz alta.) ¡Adela!
(Aparece Adela. Viene un poco despeinada.)
Adela: ¿Por qué me buscas?
Martirio: ¡Deja a ese hombre!
Adela: ¿Quién eres tú para decírmelo?
Martirio: No es ése el sitio de una mujer honrada.
Adela: ¡Con qué ganas te has quedado de ocuparlo!
Martirio: (En voz alta.) Ha llegado el momento de que yo hable. Esto no puede seguir así.
Adela: Esto no es más que el comienzo. He tenido fuerza para adelantarme. El brío y el mérito que tú no tienes. He visto la muerte debajo de estos techos y he salido a buscar lo que era mío, lo que me pertenecía.
Martirio: Hay más muertos bajo las estrellas, no lo olvides. Ese hombre sin alma vino por otra. Tú te has atravesado.
Adela: Vino por el dinero, pero sus ojos los puso siempre en mí.
Martirio: Yo no permitiré que lo arrebates. El se casará con Angustias.
Adela: Sabes mejor que yo que no la quiere.
Martirio: Lo sé.
Adela: Sabes, porque lo has visto, que me quiere a mí.
Martirio: (Desesperada.) Sí.
Adela: (Acercándose.) Me quiere a mí, me quiere a mí.
Martirio: Clávame un cuchillo si es tu gusto, pero no me lo digas más.
Adela: Por eso procuras que no vaya con él. No te importa que abrace a la que no quiere. A mí, tampoco. Ya puede estar cien años con Angustias. Pero que me abrace a mí se te hace terrible, porque tú lo quieres también, ¡lo quieres!
Martirio: (Dramática.) ¡Sí! Déjame decirlo con la cabeza fuera de los embozos. ¡Sí! Déjame que el pecho se me rompa como una granada de amargura. ¡Le quiero!
Adela: (En un arranque, y abrazándola.) Martirio, Martirio, yo no tengo la culpa.
Martirio: ¡No me abraces! No quieras ablandar mis ojos. Mi sangre ya no es la tuya, y aunque quisiera verte como hermana no te miro ya más que como mujer. (La rechaza.)
Adela: Aquí no hay ningún remedio. La que tenga que ahogarse que se ahogue. Pepe el Romano es mío. Él me lleva a los juncos de la orilla.
Martirio: ¡No será!
Adela: Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Es su saliva lo que me domina por dentro. Seré lo que él quiera que sea. Me iré con él a la noche sin alma. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado.
Martirio: ¡Calla!
Adela: Sí, sí. (En voz baja.) Vamos a dormir, vamos a dejar que se case con Angustias. Ya no me importa. ¡No sabes nada de Pepe! ¡Nadie puede ni imaginarlo! Pero yo me iré a una casita sola donde él me verá cuando quiera, cuando le venga en gana.
Martirio: Eso no pasará mientras yo tenga una gota de sangre en el cuerpo.
Adela: No a ti, que eres débil: a un caballo encabritado soy capaz de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique. Es el poder que me ha dado Pepe el Romano. Porque él también es fuerte como una de esas legiones de Cesar Augusto. ¿Por qué crees que no le teme a la noche? ¿Has escuchado su escopeta en alguna de sus salidas? Los zombis le respetan por algo.
Martirio: No levantes esa voz que me irrita. Tengo el corazón lleno de una fuerza tan mala, que sin quererlo yo, a mí misma me ahoga.
Adela: Nos enseñan a querer a las hermanas. Dios me ha debido dejar sola, en medio de la oscuridad, porque te veo como si no te hubiera visto nunca. Para mí ahora sois todos unos extraños.
(Se oye una voz de ultratumba y Adela corre a la puerta, pero Martirio se le pone delante.)
Martirio: ¿Dónde vas?
Adela: (Con espumarajos saliendo de su boca.) ¡Quítate de la puerta!
Martirio: ¡Pasa si puedes!
Adela: ¡Aparta! (Lucha.)
Martirio: (A voces.) ¡Madre, madre!
Adela: ¡Déjame!
(Aparece Bernarda. Sale en enaguas con un mantón negro.)
Bernarda: Quietas, quietas. ¡Qué pobreza la mía, no poder tener un rayo entre los dedos!
Martirio: (Señalando a Adela.) ¡Estaba con él! ¡Mira esas enaguas llenas de paja de trigo!
Bernarda: ¡Esa es la cama de las mal nacidas! (Se dirige furiosa hacia Adela.)
Adela: (Haciéndole frente.) ¡Aquí se acabaron las voces de presidio! (Adela arrebata un bastón a su madre y lo parte en dos.) Esto hago yo con la vara de la dominadora. No dé usted un paso más o hago lo mismo con su cuello. ¡En mí no manda nadie más que Pepe!
(Sale Magdalena.)
Magdalena: ¡Adela!
(Salen la Poncia y Angustias.)
Adela: Yo soy su mujer. (A Angustias.) Entérate tú y ve al corral a decírselo. Él dominará toda esta casa. Ahí fuera está, respirando como si fuera un león. Él es el Señor de los muertos.
Angustias: ¡Dios mío! Bernarda: ¡La escopeta! ¿Dónde está la escopeta? (Sale corriendo.)
(Aparece Amelia por el fondo, que mira aterrada, con la cabeza sobre la pared. Sale detrás Martirio.)
Adela: ¡Nadie podrá conmigo! (Va a salir.)
Angustias: (Sujetándola.) De aquí no sales con tu cuerpo en triunfo, ¡ladrona! ¡deshonra de nuestra casa!
Magdalena: ¡Déjala que se vaya donde no la veamos nunca más!
(Suena un disparo.)
Bernarda: (Entrando.) Atrévete a buscarlo ahora.
Martirio: (Entrando.) Se acabó Pepe el Romano.
Adela: ¡Pepe! ¡Dios mío! ¡Pepe! (Sale corriendo.)
La Poncia: ¿Pero lo habéis matado?
Martirio: Era una de esas bestias. Parecía normal, pero la infección corría por sus venas.
Bernarda: Ya me parecía raro que se moviera tan alegremente en la noche. Y el maldito ha infectado a mi Adela.
Magdalena: Para algo servirán las medicinas.
Martirio: ¿Todavía creéis en remedios de abuela? No hay atutía.
La Poncia: Maldita.
Magdalena: ¡Endemoniada!
Bernarda: Martirio tiene razón. (Levantando la escopeta y apuntando hacia la puerta.) Hay que terminar lo que se empieza. (Se oye como un golpe.) ¡Adela! ¡Adela!
La Poncia: (En la puerta.) ¡Abre!
Bernarda: Abre. No creas que los muros defienden de la vergüenza.
Criada: (Entrando.) ¡Se han levantado los vecinos!
Bernarda: (En voz baja, como un rugido.) ¡Abre, porque echaré abajo la puerta! (Pausa. Todo queda en silencio) ¡Adela! (Se retira de la puerta.) ¡Trae un martillo! (La Poncia da un empujón y entra. Al entrar da un grito y sale.) ¿Qué?
La Poncia: (Se lleva las manos al cuello.) ¡Nunca tengamos ese fin!
(Las hermanas se echan hacia atrás. La Criada se santigua. Bernarda da un grito y avanza.)
La Poncia: ¡No entres!
Bernarda: No. ¡Yo no!
La Poncia: Nadie traído por Dios se ahorca y se mueve como si nada hubiera pasado.
Bernarda: ¡Descolgarla y descabellarla! ¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si fuera doncella. ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! Avisad que al amanecer den dos clamores las campanas.
Martirio: Dichosa ella mil veces que lo pudo tener.
Bernarda: Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (A otra hija.) ¡A callar he dicho! (A otra hija.) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!
Día viernes 19 de junio, 1936-lunes 13 de abril, 2009
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